Tumbado boca arriba, mirando el techo, me levanto, camino, me siento, me miro las manos, secas, ásperas, ausentes de caricias recibidas o entregadas, desdibujadas las líneas de la vida, a base de frotarlas en un intento vano de apaciguar el rugido interno, que llega como resaca al centro del pecho, donde dicen que el alma ríe y sufre, aunque yo no escucho risas hace mucho tiempo. Me asomo a la ventana, demasiado alta para percibir el sonido de las conversaciones, pero no lo suficiente para que pueda ver el sol oculto detrás de los edificios cercanos, total, es noviembre, hace frío. Miro el salón, busco, agarro con la mirada el revistero, pero desisto, no hay nada dentro que no haya leído, ningún artículo que me haya dejado para después, ninguna foto que no haya escudriñado en busca de algo nuevo, conozco lo que me ofrecen las hojas impresas, el rugido de la resaca se acentúa, necesito callarlo y no con textos viejos. Tengo hambre, abro la nevera y el frío de dentro se mete debajo de mi jersey, comida que no me apetece o que habría que preparar, tengo hambre, pero no me veo haciendo un guiso, el rugido de mis entrañas no admite demoras, comer me calmará, pensar en combinar más de dos ingredientes para construir algo comestible, se me antoja inalcanzable, podría bajar y pedir algo de comer, pero odio comer en un restaurante yo solo, podría buscar algo de comida rápida, para llevar, pero no quiero deambular en un barrio que desconozco, sin saber dónde voy, solo, tratando de evitar la mirada de la gente, no quiero que lean el rugido de mi interior. Miro el móvil, inerte, silencioso, lo cojo, reviso las llamadas, nada, voy a contactos, busco una idea, un motivo, una excusa para iniciar una llamada que acalle el rugido del hambre, de la desazón, contactos caducados, lejanos, ausentes, inapropiados. Dejo el móvil, por qué no habré contratado internet, internet me ayudaría, no tengo internet. Me levanto con demasiada vehemencia, el rugido ha acabado agarrándome del estómago y desatando mi ira, que me impulsa a través de la habitación, me siento con fuerza de enfrentarme a la calle y sus desconocidos, a caminar solo y a que me miren, la ira me empuja dándome razones y argumentos, recojo la chaqueta, la cartera, abro la puerta, se enciende la luz de un automático, el pasillo huele a moqueta húmeda, una luz falla, se oye una risa. El rugido golpea mis oídos, respiro fuerte, agarrando la puerta, ahora ya no me parece tan mala idea un sándwich de atún de lata..cierro la puerta y me doy la vuelta, la habitación del hotel tiembla, se humedece, caen lágrimas de mis ojos mojando mis manos, ásperas, incapaces de contener tanta desesperación..
José Manuel Camarero