domingo, 23 de marzo de 2014

sábado, 22 de marzo de 2014

viernes, 21 de marzo de 2014

El ratón y la ratonera

Un ratón, mirando por un agujero en la pared ve a un granjero y a su esposa abriendo un paquete. Sintió
emoción pensando que era lo que contenía. - ¿Qué tipo de comida puede haber allí?. Quedó aterrorizado cuando descubrió que era una ratonera. Fue corriendo al patio de la Granja a advertir a todos: - Hay una ratonera en la casa, ¡una ratonera en la casa! La gallina, que estaba cacareando y escarbando, levantó la cabeza y dijo: – Discúlpeme Sr. Ratón, yo entiendo que es un gran problema para usted, mas no me perjudica en nada, no me incomoda. El ratón fue hasta el cordero y le dice: – Hay una ratonera en la casa, una ratonera! - Discúlpeme Sr. Ratón, mas no hay nada que yo pueda hacer, solamente pedir por usted. Quédese tranquilo que será recordado en mis oraciones. El ratón se dirigió entonces a la vaca, y la vaca le dijo: – Pero acaso, estoy en peligro?… Pienso que no, es más estoy segura que no. Entonces el ratón volvió a la casa, preocupado y abatido, para encarar a la ratonera del granjero. Aquella noche se oyó un gran barullo, como el de una ratonera atrapando su víctima. La mujer del granjero corrió para ver lo que había atrapado. En la oscuridad, ella no vio que la ratonera atrapó la cola de una cobra venenosa. La cobra veloz mordió a la mujer. El granjero la llevó inmediatamente al hospital. Ella volvió con fiebre. Todo el mundo sabe que para reconfortar a alguien con fiebre, nada mejor que una sopa. El granjero agarró su hacha y fue a buscar el ingrediente principal: la gallina. Como la enfermedad de la mujer continuaba, los amigos y vecinos fueron a visitarla. Para alimentarlos, el granjero mató el cordero. Pero la mujer no se curó y acabó muriendo. Y el granjero entonces vendió la vaca al matadero para cubrir los gastos del funeral.
 MORALEJA: la próxima vez que escuches que alguien tiene un problema y creas que como no es tuyo no le debes prestar atención…. habría que pensarlo dos veces.

domingo, 16 de marzo de 2014

El cuaderno rojo

El cartero le entregó el telegrama y mientras Roberto le daba las gracias y empezaba a leerlo, no podía evitar
que su cara mostrara una expresión de sorpresa más que de dolor. Eran unas palabras breves y precisas: “Tu padre falleció. Lo sepultaremos mañana a las 18 horas. Mamá” Roberto se quedó como estaba, de pie y mirando al vacío. No sintió dolor, ni derramó ninguna lágrima, era como si hubiera muerto un extraño. ¿Por qué no sentía nada por la muerte de su padre? Con un torbellino de pensamientos confusos en su mente, avisó a su esposa y emprendió viaje hacia la casa de sus padres. Mientras viajaba en silencio sus pensamientos pasaban por su mente a toda velocidad. No tenía deseos de ir al funeral, sólo lo hacía para acompañar a su madre y tratar de aliviar su tristeza. Ella sabía que padre e hijo no se llevaban bien, desde aquel día de lluvia en que una serie de acusaciones mutuas, obligó a Roberto a irse para no volver nunca más. Pasaron los años y Roberto vivía cómodamente. Se había casado y formado una familia, pero sólo se acordaba de su madre para su cumpleaños o alguna festividad. A su padre sin embrago lo había borrado de su mente. Desde aquel fatídico día jamás lo vio ni habló con él. Jamás pudo superar el odio que sentía hacia él. En el velatorio se encontró con pocas personas. En un rincón del salón vio a su madre pálida, débil. Se notaba que había sufrido mucho. Tal vez porque siempre deseó que las cosas terminaran de otra manera. Cuando vio a su hijo, lo abrazó mientras lloraba silenciosamente, fue como si de pronto hubiera perdido toda esperanza. Después, Roberto vio el cuerpo sereno de su padre. Estaba envuelto por un manto de rosas rojas, como las que al padre le gustaba cultivar. Pero de los ojos de Roberto no cayó una sola lágrima, su corazón herido no se lo permitía. Se quedó con su madre hasta la noche, la besó y le prometió que regresaría con sus hijos y su esposa para que los conociera. Ahora, por fin podría volver a su casa, porque aquella persona que tanto había odiado, ya no estaba en este mundo. Era el fin de la humillación, de las críticas, de los consejos ácidos de un sabelotodo. Por fin podría reinar esa paz que siempre quiso experimentar. En el momento de la despedida la madre le colocó algo pequeño y rectangular en la mano. -Hace mucho tiempo podrías haberlo recibido, le dijo. Pero, sólo después de que él murió lo encontré entre sus cosas más importantes. Roberto no le dio mucha importancia y emprendió el viaje de regreso. Unos minutos después de haber comenzado el viaje, se acordó y quiso averiguar de qué se trataba lo que le había entregado su madre. Después de desenvolverlo con cuidado vio un pequeño cuaderno de tapa roja. Era un libro viejo y sus páginas habían quedado amarillentas por el paso de los años y al abrirlo pudo leer en su primera página algo que había escrito su padre: • Hoy nació Roberto, pesó casi cuatro kilos. ¡Es mi primer hijo, estoy muy feliz y mi corazón salta de alegría! El relato continuó apasionando a Roberto, que con un nudo en la garganta, seguía leyendo: • Hoy, mi hijo fue por primera vez a la escuela. Es todo un hombrecito. Cuando lo vi con el uniforme, me emocioné tanto que no pude contener las lágrimas. Le pido a Dios que lo guarde y le de sabiduría para ser un hombre de bien. La emoción de Roberto iba en aumento y el dolor de su corazón cada vez era más intenso, mientras por su mente comenzaban a resurgir imágenes del pasado. • Roberto me pidió una bicicleta, mi salario no es suficiente, pero él se la merece porque es muy estudioso y dedicado. • Así que pedí un préstamo y se la compré. Espero poder pagarlo con las horas extras. • La vida de mi hijo será diferente a la mía, yo no pude estudiar. Desde niño me vi obligado a ayudar a mi padre, pero deseo con todo mi corazón que mi hijo no sufra ni padezca situaciones como las que yo viví. Roberto no podía creer lo que estaba leyendo, era como si un mar de dolor inundara su conciencia. Vinieron a su mente los recuerdos de su adolescencia, como se quejaba a su padre por no tener bicicleta como sus amigos… y continuó leyendo. • Es muy duro para un padre tener que castigar a su hijo, sé que me odiará por esto, pero es la forma en que creo debo educarlo para su propio bien. • Fue así como aprendí a ser un hombre honrado y esa es la única forma en que soy capaz de educarlo. Roberto cerró los ojos y recordó la noche cuando por causa de una fiesta en su juventud hubiera podido ir a la cárcel. De hecho todos sus amigos pasaron la noche allí. Sólo lo evitó, el que su padre, precisamente esa noche, no le permitió ir al baile con sus amigos. También recordó otra oportunidad en la que no le concedió permiso para salir. Esa vez el auto en el que debía haber estado, chocó y quedó totalmente destrozado contra un árbol. Le parecía casi oír las sirenas y el llanto de toda la ciudad mientras sus cuatro amigos eran llevados al cementerio. Las páginas se sucedían con todo tipo de anotaciones, llenas de respuestas que revelaban en silencio, la tristeza de un padre que lo había amado tanto. Por fin llegó a la última página y leyó: Son las tres de la mañana, ¿Dios, qué hice mal para que mi hijo me odie tanto? ¿Por qué soy considerado culpable, si no hice nada de malo, solo intenté educarlo para que fuera un hombre de bien? Mi Dios, no permitas que esta injusticia me atormente para siempre. Te pido perdón si no he sido el padre que él merecía tener y deseo de todo corazón que me comprenda y me perdone. Estas fueron las últimas palabras de un hombre que, aunque nadie le había enseñado, a su manera intentó ser el mejor padre. El mundo quizás podía verle como demasiado duro o intransigente, pero en lo más íntimo de su ser había un hombre tierno y lleno del amor de Dios, que nunca supo cómo expresarlo ni a su propia familia. La aurora rompía el cielo y un nuevo día comenzaba, Roberto cerró el cuaderno, se bajó en la primera estación y regresó de nuevo hacia donde habían vivido sus padres. Regresó quizás deseoso de que todo hubiera sido un mal sueño, de poder encontrar a su padre con vida y pedirle perdón por todo el mal que le hizo, pero no… Gritó frente a su tumba, hubiera querido poder abrazarlo, pero solo encontró un profundo silencio. Destrozado, fue a ver a su madre. Antes de entrar en la casa vio una rosa roja en el jardín; acarició sus pétalos y recordó como su padre las cuidaba con tanto amor. Esta fue la manera de encontrar paz en su corazón, ya que mientras acariciaba esa rosa, sintió como si acariciara las manos de su padre y descargara su dolor para siempre. Calmado ya, con voz suave se dirigió a su padre muerto: “Si Dios me mandara a elegir, no quisiera tener otro padre que no fueras tú. Gracias por tanto amor y perdóname por haber sido tan ciego” Esta lección le hizo reflexionar, ya que él también era padre y se dio cuenta de que no estaba dando lo mejor de si, ya que las ocupaciones, los problemas y el stress, habían creado un silencio entre él y sus hijos. A partir de ahora, decidió que su vida cambiaría radicalmente y que se compraría un cuaderno de tapa roja para poder anotar cada una de las historias que a partir de ese momento sucedieran en su familia. “La adolescencia y la juventud son los únicos problemas que sólo se solucionan con el tiempo”

sábado, 15 de marzo de 2014

El portero

No había en aquel pueblo un oficio peor conceptuado y peor pagado que el de portero del prostíbulo… Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre? De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque su padre había sido el portero de ese prostíbulo y también antes, el padre de su padre. Durante décadas, el prostíbulo se pasaba de padres a hijos y la portería se pasaba de padres a hijos. Un día, el viejo propietario murió y se hizo cargo del prostíbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio. Modificó las habitaciones y después citó al personal para darle nuevas instrucciones. Al portero, le dijo: —A partir de hoy, usted, además de estar en la puerta, me va a preparar una planilla semanal. Allí anotará usted la cantidad de parejas que entran día por día. A una de cada cinco, le preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará esa planilla con los comentarios que usted crea convenientes. El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo pero… —Me encantaría satisfacerlo, señor –balbuceó— pero yo… yo no sé leer ni escribir. —¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga estoy y tampoco puedo esperar hasta que usted aprenda a escribir, por lo tanto… —Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida, también mi padre y mi abuelo… No lo dejó terminar. —Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le vamos a dar una indemnización, esto es, una cantidad de dinero para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, los siento. Que tenga suerte. Y sin más, se dio vuelta y se fue. El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a su casa, por primera vez, desocupado. ¿Qué hacer? Recordó que a veces en el prostíbulo cuando se rompía una cama o se arruinaba una pata de un ropero, él, con un martillo y clavos se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisorio. Pensó que esta podría ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un empleo. Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, sólo tenía unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Tenía que comprar una caja de herramientas completa. Para eso usaría una parte del dinero que había recibido. En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había una ferretería, y que debería viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra. ¿Qué más da? Pensó, y emprendió la marcha. A su regreso, traía una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa. Era su vecino. —Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme. —Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar… como me quedé sin empleo… —Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano. —Está bien. A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó la puerta. —Mire, yo todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende? —No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería está a dos días de mula. —Hagamos un trato –dijo el vecino— Yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos días de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece? Realmente, esto le daba un trabajo por cuatro días… Aceptó. Volvió a montar su mula. Al regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa. —Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo? —Sí… —Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatro días de viaje y una pequeña ganancia por cada herramienta. Usted sabe, no todos podemos disponer de cuatro días para nuestras compras. El ex –portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue. “…No todos disponemos de cuatro días para hacer compras”, recordaba. Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara a traer herramientas. En el siguiente viaje decidió que arriesgaría un poco del dinero de la indemnización, trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar algún tiempo en viajes. La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje. Una vez por semana, el ahora corredor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Pronto entendió que si pudiera encontrar un lugar donde almacenar las herramientas, podría ahorrar más viajes y ganar más dinero. Alquiló un galpón. Luego le hizo una entrada más cómodo y algunas semanas después con una vidriera, el galpón se transformó en la primera ferretería del pueblo. Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no viajaba, de la ferretería del pueblo vecino le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente. Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más lejanos preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de marcha. Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no? las tenazas… y las pinzas… y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos… Para no hacer muy largo el cuento, sucedió que en diez años aquel hombre se transformó con honestidad y trabajo en un millonario fabricante de herramientas. El empresario más poderoso de la región. Tan poderoso era, que un año para la fecha de comienzo de las clases, decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñarían además de lectoescritura, las artes y los oficios más prácticos de la época. El intendente y el alcalde organizaron una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de agasajo para su fundador. A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y el intendente lo abrazó y le dijo: —Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primera hoja del libro de actas de la nueva escuela. —El honor sería para mí –dijo el hombre—. Creo que nada me gustaría más que firmar allí, pero yo no sé leer ni escribir. Yo soy analfabeto. —¿Usted? –dijo el intendente, que no alcanzaba a creerlo —¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto ¿qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir? —Yo se lo puedo contestar –respondió el hombre con calma—. ¡Si yo hubiera sabido leer y escribir… sería portero del prostíbulo!.

Jorge Bucay