lunes, 25 de marzo de 2013

La báscula

Tiemblo. Apenas puedo separar los dedos de mis manos que tapan mis ojos. Quiero mirar, me asusta, pero debo hacerlo. La pesadilla empezó hace una semana. Siete malditos días antes. Entonces el espejo me devolvía la imagen de mi cuerpo desnudo y me escupía a la cara todas las mentiras que yo mismo me había creado. Sí, entonces lo supe: estaba gordo. Ni me pesaban los huesos ni retenía líquidos, la realidad, por mucho que me aterrorizara, era la realidad. Yo, gordo yo. Y encima en el peor momento, a una semana de la reunión de antiguos alumnos del colegio, veinticinco años después de abandonarlo. Yo, que había sido el atlético de la clase, el guapo, el listo, ahora tendría que aguantar que la gente me dijera: “Perdona, no te recuerdo, ¿quién eres?” y oír a mis espaldas: “¿Alguien sabe quién es el gordo?” No podía permitirlo. Mi primer arrebato fue no ir, pero entonces, no podría saber quiénes eran ahora, el calvo, la fea y la operada, así que tuve que elegir la otra opción: adelgazar. Tuve que ser radical, sería gordo, pero no era incompatible con ser tenaz y constante. Lo primero que hice fue comprarme una báscula de última generación. La llevé a casa ilusionado, la desenvolví y seguí las instrucciones. Primero introducir la altura. Un metro ochenta y cinco. Vale, apenas supero el metro setenta, pero ¿acaso la báscula se iba a dar cuenta? Me subí a ella. Una voz sensual me dijo: -Hola, dígame su nombre -realmente era muy sensual y pensé que aquello me gustaría. Por qué no decirlo, me había excitado un poco. -Matías y tú -contesté. -Hola, Matías… ¡Dios, qué voz! -…Pesas noventa y cinco kilos… Qué dulzura, sigue, sigue. -…con la altura que has introducido te sobrarían ocho kilos… La mejor compra de mi vida, era una diosa. - Pero atendiendo a la superficie de las plantas de tus pies, la presión por centímetro cuadrado ejercida -continuaba, mientras cambiaba el tono de su voz- y la presión atmosférica de la habitación, tu altura real es de un metro setenta y tres centímetros, por lo que te sobran veintiún kilos, gordo mentiroso. Adiós libido. Ahora la voz de la báscula se parecía pavorosamente a la de mi exmujer. Dejé unos segundos a que el escalofrío recorriera mi espalda y reaccioné con determinación. Ahora aquello era personal y no dejaría que aquel aparatejo me venciera. Está bien, tal vez perdí un poco los papeles gritando al artilugio y quizá sobrase lo de “frígida”, pero es que me sacó de mis casillas. Salí a la calle y me hice con varios libros: “Pierde peso en siete días”, “En forma en tiempo récord”, “Mil y una dietas que funcionan” y “Buñuelos que se deshacen en la boca”. Este último no pude evitarlo, las fotos de la portada me hacían salivar. Tenía una larga lectura por delante, así que empecé poniendo en práctica el de los buñuelos, para tener algo con lo que entretenerme mientras leía los otros. Tan solo una palabra: impresionantes. El primero de los libros básicamente consistía en no comer, y si después de siete días seguías vivo te garantizaba que habrías perdido peso. El segundo podría resumirse en que tenías que hacer ejercicio hasta que te diera un paro cardiaco. Si lograban reanimarte, la comida del hospital te haría perder peso. Los dos parecían interesantes, pero no podía correr riesgos, necesitaba llegar vivo a la reunión de antiguos alumnos, no soportaba la idea de que todo el mundo dijera: “¿A que no sabéis quién ha muerto?”, y encima no poder ver al calvo, a la fea y, sobre todo, a la operada. Todas mis esperanzas estaban en el tercer libro. Descubrí que no era un título engañoso, realmente había mil y una dietas. La de la alcachofa, la del melón, la del pepino, la de los hidratos, la de las proteínas, la de los hidratos proteicos, la del helado… y así hasta mil una. Ya era tarde, así que decidí empezar la dieta al día siguiente. Ese día tampoco podía haber ido mal, entre unas cosas y otras solo había comido los buñuelos -buenísimos, de verdad-, unos treinta y siete, es que nunca les cojo bien la medida a los ingredientes. Al día siguiente al ir al baño no fue la ducha lo que me despertó, si no una voz: -Psss, eh, psss. Sube, vamos sube. La maldita báscula de última generación con aquella odiosa voz. -Aquí huele a repostería, y yo no he sido. ¿Quién ha sido, gordito? Salí corriendo todo lo rápido que el pánico me permitió. No podía ser vencido por aquella máquina inmunda, así que los siguientes días me puse a muerte con el tema de las dietas. Tenía que vencer, así que aplicaría la fuerza de voluntad al límite y empecé a hacer dieta. Siete concretamente. Si una adelgazaba, qué no harían siete simultáneamente. Además así podría seguir tomando esos buñuelos tan deliciosos. Las mañanas eran terribles. Opté por no entrar al baño y usar tapones para los oídos para evitar los insultos de la bruja de la báscula. Al cuarto día pensé que las dietas ya habrían hecho efecto, así que entré desafiante al baño, me desnudé y me subí a la báscula. Todavía puedo oír las carcajadas del aparato del demonio mientras decía: “Noventa y nueve, cuatro kilos más”. Estaba destrozado, desmoralizado y desesperado, así que como el alcohol engorda, hice la segunda actividad que hace todo hombre en esos tres estados: ver la teletienda. Entonces tuve la revelación. Al día siguiente ya tenía en mi casa la plataforma vibratoria, el cinturón abdominal que te electrocuta el vientre, lo de los dos peldaños para hacer que subes escaleras y un alargador de pene (no es que lo necesite, no creáis, pero más vale que sobre que no que falte). Los dos últimos días fui a tumba abierta. Dieta tras dieta, sin bajarme de la plataforma a la vez que hacía que subía escalones y recibiendo descargas sin parar. Y sí, también con el alargador de pene puesto. Hoy, el séptimo día la suerte ya está echada. Esta tarde será la reunión de antiguos alumnos y no hay tiempo para más. Al levantarme he ido decidido al baño, no he hecho caso a los comentarios de la báscula y me he subido con decisión, pero una vez sobre ella me ha invadido el pánico. Sorprendentemente la báscula había enmudecido. Sí, seguro, la había vencido. O quizá tanta electricidad acumulada en mi cuerpo la había fundido. Ahora tiemblo. Apenas puedo separar los dedos de mis manos que tapan mis ojos. Quiero mirar, me asusta, pero debo hacerlo. Oigo un ruido, parece que la báscula va a hablar. A fin de cuentas no necesitaré mirar. Cierro los ojos y aprieto los dientes con fuerza. -Hola Matías. La voz es distinta pero también me suena familiar. -Ciento uno. ¡Ay, hija, pero que le viste a este ceporro! Mira que te decía que no me gustaba para ti. Dice la báscula con una voz terroríficamente parecida a la de mi exsuegra. Y encima el alargador de pene tampoco funciona.

Jorge Moreno

viernes, 22 de marzo de 2013

jueves, 21 de marzo de 2013

El corazón perfecto

Un día un joven se situó en el centro de un poblado y proclamó que él poseía el corazón más hermoso de toda la comarca. Una gran multitud se congregó a su alrededor y todos admiraron y confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en él ni máculas ni rasguños. Sí, coincidieron todos que era el corazón más hermoso que hubieran visto. Al verse admirado, el joven se sintió aún más orgulloso, y con mayor fervor aseguró poseer el corazón más hermoso de todo el vasto lugar. De pronto, un anciano se acercó y dijo: "Porqué dices eso, si tu corazón no es ni tan aproximadamente hermoso como el mío?" Sorprendidos, la multitud y el joven miraron el corazón del viejo y vieron que, si bien latía vigorosamente, estaba cubierto de cicatrices y hasta había zonas donde faltaban trozos, y éstos habían sido reemplazados por otros que no encajaban perfectamente en el lugar, pues se veían bordes irregulares en su alrededor. Es más; había lugares con huecos, donde faltaban trozos profundos. La mirada de la gente se sobrecogió - ¿Cómo puede él decir que su corazón es más hermoso?, pensaron. El joven contempló el corazón del anciano y, al ver su estado desgarbado, se echó a reír. "Debes estar bromeando," dijo. "Compara tu corazón con el mío... El mío es perfecto. En cambio el tuyo es un conjunto de cicatrices y dolor." "Es cierto," dijo el anciano, "tu corazón luce perfecto, pero yo jamás me involucraría contigo... Mira, cada cicatriz representa una persona a la cual entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos, a su vez, me han obsequiado un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que quedó abierto. Como las piezas no eran iguales, quedaron los bordes -por los cuales me alegro- porque al poseerlos me recuerdan el amor que hemos compartido." "Hubo oportunidades en las cuales entregué un trozo de mi corazón a alguien, pero esa persona no me ofreció a cambio un poco del suyo. De ahí quedaron los huecos -dar amor es arriesgar- pero a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas, me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza que, algún día, tal vez regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón." "Comprendes ahora lo que es verdaderamente hermoso?" El joven permaneció en silencio. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Se acercó al anciano, arrancó un trozo de su hermoso y joven corazón y se lo ofreció. El anciano lo recibió y lo colocó en su corazón; luego, a su vez, arrancó un trozo del suyo, ya viejo y maltrecho, y con el tapó la herida abierta del joven. La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Al no haber sido idénticos los trozos, se notaban los bordes. El joven miró su corazón, que ya no era perfecto, pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor del anciano fluía en su interior.

miércoles, 20 de marzo de 2013

martes, 19 de marzo de 2013

El verdadero amor

Un famoso maestro se encontró frente a un grupo de jóvenes que estaban en contra del matrimonio. Los muchachos argumentaban que el romanticismo constituye el verdadero sustento de las parejas y que es preferible acabar con la relación cuando este se apaga, en lugar de entrar a la hueca monotonía del matrimonio. El maestro les dijo que respetaba su opinión, pero les relató lo siguiente... Mis padres vivieron 55 años casados. Una mañana mi mamá bajaba las escaleras para prepararle a papá el desayuno y sufrió un infarto. Cayó. Mi padre la alcanzó, la levantó como pudo y casi a rastras la subió a la camioneta. A toda velocidad, rebasando, sin respetar los altos, condujo hasta el hospital... Cuando llegó, por desgracia, ya había fallecido. Durante el sepelio, mi padre no habló, su mirada estaba perdida. Casi no lloró. Esa noche sus hijos nos reunimos con él. En un ambiente de dolor y nostalgia recordamos hermosas anécdotas. El pidió a mi hermano teólogo que le dijera dónde estaría mamá en ese momento. Mi hermano comenzó a hablar de la vida después de la muerte, conjeturó cómo y dónde estaría ella. Mi padre escuchaba con gran atención. De pronto pidió: "llévenme al cementerio". Papá -respondimos-, ¡son las 11 de la noche, no podemos ir al cementerio ahora! Alzó la voz y con una mirada vidriosa dijo: “No discutan conmigo por favor. No discutan con el hombre que acaba de perder a la que fue su esposa por 55 años”. Se produjo un momento de respetuoso silencio. No discutimos más. Fuimos al cementerio, pedimos permiso al velador, con una linterna llegamos a la lápida. Mi padre la acarició, lloró y nos dijo a sus hijos que veíamos la escena conmovidos: "Fueron 55 buenos años saben? Nadie puede hablar del amor verdadero si no tiene idea de lo que es compartir la vida con una mujer así". Hizo una pausa y se limpió la cara. "Ella y yo estuvimos juntos en aquella crisis, cambio de empleo… Hicimos el equipaje cuando vendimos la casa y nos mudamos de ciudad… compartimos la alegría de ver a nuestros hijos terminar sus carreras, lloramos uno al lado del otro la partida de seres queridos… rezamos juntos en la sala de espera de algunos hospitales, nos apoyamos en el dolor, nos abrazamos en cada Navidad, y perdonamos nuestros errores. Hijos, ahora se ha ido y estoy contento, y ¿saben por que? Porque se fue antes que yo, no tuvo que vivir la agonía y el dolor de enterrarme, de quedarse sola después de mi partida. Seré yo quien pase por eso, y le doy gracias a Dios. La amo tanto que no me hubiera gustado que sufriera..." Cuando mi padre terminó de hablar, mis hermanos y yo teníamos el rostro empapado de lágrimas. Lo abrazamos y él nos consoló: "Todo está bien hijos, podemos irnos a casa; ha sido un buen día". Esa noche entendí lo que es el verdadero amor. Dista mucho del romanticismo, no tiene que ver demasiado con el erotismo, mas bien se vincula al trabajo y al cuidado que se profesan dos personas realmente comprometidas. Cuando el maestro terminó de hablar, los jóvenes universitarios no pudieron debatirle. Ese tipo de amor era algo que no conocían.

On the level

lunes, 18 de marzo de 2013

sábado, 16 de marzo de 2013

Y uno aprende...

Después de un tiempo uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar el alma, que el amor no significa recostarse y una relación no significa seguridad... Y uno empieza a aprender que los besos no son contratos y los regalos no son promesas; y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos. Y uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy, porque el terreno de mañana es demasiado inseguro para planes..., y los futuros tienen una forma de caerse a la mitad. Y después de un tiempo uno aprende que si es demasiado hasta el calor del sol quema, que hay que plantar su propio jardín y decorar su propia alma, en lugar de esperar a que alguien le traiga flores. Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno realmente es fuerte, que uno vale, y uno aprende y aprende... Y con cada adiós uno aprende. Con el tiempo aprendes que estar con alguien porque te ofrece un buen futuro significa que tarde o temprano querrás volver al tu pasado. Con el tiempo comprendes que sólo quien es capaz de amarte con tus defectos, sin pretender cambiarte, puede brindarte toda la felicidad que deseas. Con el tiempo te das cuenta de que si estás al lado de esa persona sólo por compañía a tu soledad, irremediablemente acabarás no deseando volver a verla. Con el tiempo te das cuenta de que los amigos verdaderos valen mucho más que cualquier cantidad de dinero. Con el tiempo entiendes que los verdaderos amigos son contados y que el que no lucha por ellos, tarde o temprano se verá rodeado sólo de amistades falsas. Con el tiempo aprendes que las palabras dichas en un momento de ira pueden seguir lastimando a quien heriste durante toda la vida. Con el tiempo aprendes que disculpar cualquiera lo hace, pero perdonar es sólo de almas grandes. Con el tiempo comprendes que si has herido a un amigo duramente, muy probablemente la amistad jamás volverá a ser igual. Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia vivida con cada persona es irrepetible. Con el tiempo te das cuenta de que el que humilla o desprecia a un ser humano, tarde o temprano sufrirá las mismas humillaciones o desprecios multiplicados al cuadrado. Con el tiempo comprendes que apresurar las cosas o forzarlas a que pasen ocasionará que al final no sean como esperabas. Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante. Con el tiempo verás que aunque seas feliz con los que están a tu lado, añorarás terriblemente a los que ayer estaban contigo y ahora se han marchado. Con el tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, ante una tumba ya no tiene ningún sentido. Pero desafortunadamente... ¡Sólo con el tiempo!

Masks

viernes, 15 de marzo de 2013

miércoles, 13 de marzo de 2013

Las calificaciones

Era miércoles, 8:00 a.m., llegué puntual a la escuela de mi hijo -“No olviden venir a la reunión de mañana, es obligatoria - fue lo que la maestra me había dicho un día antes. -“¡Qué piensa esta maestra! ¿Cree que podemos disponer fácilmente del tiempo a la hora que ella diga? Si supiera lo importante que era la reunión que tenía a las 8:30. De ella dependía un buen negocio y... ¡tuve que cancelarla! Ahí estábamos todos, papás y mamás, la maestra empezó puntual, agradeció nuestra presencia y empezó a hablar. No recuerdo qué dijo, mi mente divagaba pensando cómo resolver ese negocio tan importante, ya me imaginaba comprando esa nueva televisión con el dinero que recibiría. Juan Rodríguez!” -escuché a lo lejos -“¿No está el papá de Juan Rodríguez?”-Dijo la maestra. “Sí aquí estoy”- contesté pasando al frente a recibir el boletin de mi hijo. Regresé a mi lugar y me dispuse a verla. -“¿Para esto vine? ¿Qué es esto?” El boletín estaba lleno de seises y sietes. Guardé las calificaciones inmediatamente, escondiéndolo para que ninguna persona viera las bajas calificaciones que había obtenido mi hijo. De regreso a casa aumentó más mi coraje a la vez que pensaba: “Pero ¡si le doy todo! ¡Nada le falta ¡Ahora sí le va a ir muy mal!” Llegue, entré a la casa, golpeé la puerta y grité: -“¡Ven acá Juan!” Juan estaba en el patio y corrió a abrazarme. -“¡Papá!” -“¡Qué papá ni que nada!” Lo retiré de mí, y le di una bofetada al mismo tiempo que decía lo que pensaba de él. “¡¡¡¡ Y te vas a tu cuarto!!!”-Terminé. Juan se fue llorando, su cara estaba roja y su boca temblaba. Mi esposa no dijo nada, sólo movió la cabeza negativamente y se metió a la cocina. Cuando me fui a acostar, ya más tranquilo, mi esposa se acercó y entregándome el boletín de calificaciones de Juan, que estaba dentro de mi saco, me dijo: -“Léele despacio y después toma una decisión...”. Al leerla, vi. Que decía: BOLETIN DE CALIFICACIONES Calificando a papá: Por el tiempo que tu papá te dedica a conversar contigo antes de dormir: 6 Por el tiempo que tu papá te dedica para jugar contigo: 6 Por el tiempo que tu papá te dedica para ayudarte en tus tareas: 6 Por el tiempo que tu papá te dedica saliendo de paseo con la familia 7 Por el tiempo que tu papá te dedica en contarte un cuento antes de dormir 6 Por el tiempo que tu papá te dedica en abrazarte y besarte 6 Por el tiempo que tu papá te dedica para ver la televisión contigo: 7 Por el tiempo que tu papá te dedica para escuchar tus dudas o problemas 6 Por el tiempo que tu papá te dedica para enseñarte cosas 7 Calificación promedio: 6.22 Los hijos habían calificado a sus papás. El mío me había puesto seis y sietes (sinceramente creo que me merecía cincos o menos) Me levanté y corrí a la habitación de mi hijo, lo abracé y lloré. Me hubiera gustado poder retroceder el tiempo... pero eso era imposible. Juanito abrió sus ojos, aún estaban hinchados por las lágrimas, me sonrió, me abrazó y me dijo: -“¡Te quiero papito" Cerró sus ojos y se durmió.

¡Despertemos papas! Aprendamos a darle el valor adecuado aquello que es importante en la relación con nuestros hijos, ya que en gran parte, de ella depende el triunfo o fracaso en sus vidas. ¿Te has puesto a pensar que calificaciones te darían hoy tus hijos? Esmérate por sacar buenas calificaciones... “El mejor legado de un padre a sus hijos es un poco de su tiempo cada día”

martes, 12 de marzo de 2013

Marina Abramovic & Meet Ulay

En los años 70, Marina Abramovic mantuvo una intensa historia de amor con Ulay. Pasaron 5 años viviendo en una furgoneta realizando toda clase de performances. Cuando su relación ya no daba para más, decidieron recorrer la Gran Muralla China, empezando cada uno de un lado, para encontrarse en el medio, abrazarse y no volver a verse nunca más. 23 años después, en 2010, cuando Marina ya era una artista consagrada, el MoMa de Nueva York dedicó una retrospectiva a su obra. Dentro de la misma, Marina compartía un minuto en silencio con cada extraño que se sentaba frente a ella. Ulay llegó sin que ella lo supiera, y esto fue lo que pasó:

lunes, 11 de marzo de 2013

Kara

El consejero

En los últimos meses mi mujer y yo nos sentíamos cada vez más distanciados. Diez años de matrimonio habían acabado con nuestra pasión y con la alegría de compartir cada segundo de nuestras vidas. Lo que en otro tiempo fueron cenas a la luz de las velas y conversaciones hasta el amanecer salpicadas con arrebatos de pasión, se habían transformado en sándwiches de jamón y queso iluminados por el resplandor del televisor y serenatas de ronquidos en do mayor. Siempre he sido un luchador y no podía permitir que nuestra convivencia languideciera sin ninguna oposición por nuestra parte, así que decidí tomar la iniciativa y hablar con ella. Tardé algún tiempo en poder hacerlo, porque cuando no estaba hablando con una amiga por teléfono, ponían el partido del siglo en la televisión. Al fin encontramos el momento y le manifesté mis inquietudes. Ella estaba totalmente de acuerdo y decidimos acudir a un consejero matrimonial. Buscamos un hueco entre sus clases de pádel, mis reuniones de la peña de fútbol, sus tardes de chicas y mis jornadas de póker. Mes y medio más tarde conseguimos coincidir en la consulta del asesor. El diagnóstico fue inapelable: no nos interesaba lo más mínimo la vida del otro. Era nuestra opción romper nuestro matrimonio o intentar encontrar algo que nos motivara a seguir juntos. Mi mujer pensaba que lo mejor era separar nuestros caminos en ese mismo momento. Yo también intuí que era la mejor opción, más aún cuando aquella noche coincidían en televisión el partido definitivo en la lucha por el undécimo puesto de la liga de fútbol de Timor Oriental y la entrevista en exclusiva con la ex novia del marido de la hermana del primer expulsado de la última edición de Gran Hermano. Pero por doscientos euros la consulta, no estaba dispuesto a irme sin hacerle gastar al menos un cuarto de hora de su tiempo, así que voté por recuperar la llama del amor y que aquel hombre nos desvelara su receta mágica. Nos recomendó que compartiéramos nuestras aficiones y tratáramos de involucrarnos el uno con el otro en nuestras actividades. A los dos nos pareció una idea horrible, pero aceptamos ambos, porque ninguno quería ser el causante de la ruptura. Eso sí, sería a partir del día siguiente, por nada del mundo renunciaríamos a nuestra cita de esa noche en televisores separados. La segunda línea de actuación marcada por el consejero era mejorar nuestra vida sexual en común. Nos explicó que los años de convivencia hacían caer en la monotonía y el hastío las relaciones sexuales de las parejas. Tuve que darle la razón. No hay nada tan monótono en el sexo en pareja como su ausencia. Nos recomendó que para recuperar la chispa tratáramos de innovar. Tantos años de convivencia me hicieron interpretar el pequeño movimiento de los labios faciales de mi mujer como un gesto inequívoco de repulsión a la idea. La convencí de que una mejora de nuestra vida sexual era excesivamente fácil de conseguir. Accedió, pero siempre que agotáramos antes la primera propuesta. El día siguiente, después de nuestras sesiones televisivas individuales –por cierto, ¡qué partidazo! Empate a cero, pero todo un partidazo- comenzamos nuestro asalto a nuestra última oportunidad de salvar nuestro matrimonio. Esa tarde era mi reunión de póker. Le enseñé las reglas sin muchas esperanzas y le aconsejé que cuando perdiera diez euros se retirara y observara, que no se picara e intentara recuperarlo. No se picó, no le hizo falta. En media hora nos había desplumado a mí y a mis amigos, que sí nos picamos. Me dejaron bien claro que no querían que volviera a parecer con ella. Al día siguiente era su turno y por desgracia tocaba tarde de chicas. Les explicó a sus amigas el por qué de mi presencia y aceptaron de mala gana, coincidiendo todas ella en que lo mejor era no haber hecho ningún esfuerzo. Fuimos a una cafetería con una decoración muy moderna y sin televisor. De locos. Comenzaron a hablar de libros y continuaron comentando las últimas noticias. Interrumpí su conversación y les dije que no variaran lo que hicieran normalmente por mi presencia, que yo me adaptaría, que podían hablar de ropa, tiendas, dietas y despellejar a las que no habían ido o cualquier otra de las estupideces que acostumbraran hacer. Me insultaron. Nunca pensé que tantas palabrotas pudieran salir de la boca de una mujer. Después de la experiencia, mi mujer me dijo que era inútil encontrar una unión en nuestras aficiones y que, aunque nunca pensara que llegaría a decirlo, nuestra única esperanza era la vía sexual. Era un suicidio, pero ninguno de los dos quería negarse y ser el culpable de nuestra ruptura, así que acordamos buscar la innovación en nuestra vida sexual como última opción. Mano de santo. Nuestras aficiones continuaban por derroteros distintos, pero volvimos a sonreír y sentirnos más cercanos. Incluso hablábamos. A todo el que me dice que me ve más feliz e incluso más joven, le confieso el secreto: innovar en la vida sexual. Y a los indiscretos que quieren saber cómo, se lo explico: “Sencillo, mi mujer se buscó un amante y yo cambié de mano”.

Jorge Moreno

sábado, 9 de marzo de 2013

martes, 5 de marzo de 2013

Historia de un beso

-Dame un beso. -Sí, claro –respondió ella simultáneamente a que sus mejillas enrojecieran-. ¿Y qué más? -No sé, ¿qué propones? Ella miró hacia la arena sin saber que decir y sintiendo el ardor en su cara. Una ola tapó sus pies y le devolvió el habla. -¿Y por qué debería dártelo? -Porque estás deseando. -¡Serás creído! –replicó ofendida. -¿Ah no? Y entonces, ¿por qué te has quedado conmigo en la playa por la tarde y no te has ido con los demás? -Porque me gusta la playa… Y ¿qué pasa? ¿Qué toda la gente que sigue en la playa no se van para que les beses? -Todos no, pero tú sí. Y aquella de allí también -respondió el dirigiendo la mirada a una chica en topless. -Tú eres tonto -dijo acelerando el paso y dejándole atrás. Lo que más la molestaba era el acierto de él. Soñaba con que se quedaran solos en la playa, con pasear juntos por la arena, sintiendo la brisa del mar, las olas jugando con sus pies y culminar su sueño con un beso de él. -Lucía, espera, no te enfades. Corrió hacia ella y se puso delante interrumpiendo su camino. Le sujetó la cara con sus manos y enfrentó sus ojos a los de ella. -Perdóname. A mi solo me gustas tú. No le creía, pero no pudo evitar sentir un estremecimiento dentro de sí. -Venga, dame un beso. Estaba nerviosa y asustada. No había nada que deseara más, pero no quería que fuese así. Dijo lo primero que se le ocurrió. -¿Y si no me gusta? Él no se lo podía creer. Todo el verano detrás de ella, haciéndose su amigo, esperando el momento. Estaba convencido que a ella le gustaba y no podía entender por qué se resistía tanto. -Vale, vale. Hacemos una cosa: Te doy un beso y si no te gusta me lo devuelves. -¡Sí claro, qué listo! Una ráfaga de aire soltó un mechón de pelo de ella y lo lanzó hacia su cara. Él lo siguió con la mirada, recorriendo sus ojos claros todavía llenos de la ingenuidad de la niña que ya no era, su nariz respingona, irresistible, que había querido día a día llenar de besos, y sus labios dulces, tiernos, tan deseados. Y después siguió cómo la mano de ella lo devolvía a su cabeza, rozando con sus dedos todos los objetos de su deseo. Él bajó la mirada hacia la arena y luego la levantó recorriendo la playa para cerciorarse que seguía en este mundo y que el tiempo no se había parado. Quedaba poca gente, pero se movían. Volvió a buscar sus ojos. -Oye Lucía. No sé si quieres besarme o no, solo sé que todo lo que yo deseo ahora mismo es acariciar tus labios con los míos, que no puedo pensar en otra cosa, que esta playa maravillosa será para mi el lugar que más odio si no lo consigo, que no me importa que por decírtelo no me vuelvas a hablar, porque si no te beso, creo que me muero. Ella acercó sus labios a los de él. Estaba nerviosa. Sentía sus labios secos. Le aterrorizaba que él notara que era su primer beso. Al fin sus labios se encontraron. Se relajaron y sintieron como las dudas dejaban paso al instinto y sus lenguas se rozaron. Pasó un segundo o cientos. Se separaron y volvieron a mirarse para ver como sus ojos sonreían. El volvió a acercarse con intención de repetir, pero ella frenó sus labios con el dedo índice, se dio media vuelta y empezó a andar. -Pero… pero… Lucía… ¿qué haces? Ella se giró sonriendo, con ojos pícaros. -Es que no quiero devolvértelo.

Jorge Moreno

lunes, 4 de marzo de 2013

domingo, 3 de marzo de 2013

viernes, 1 de marzo de 2013

Folksongs & Ballads

La decisión

En el último segundo decidí frenar y detener el coche en el paso de peatones. Tenía ganas de llegar a casa y abrazar a mi chica, pero después de todo el día fuera, un minuto más o menos tampoco era importante. Sonreí, mientras una anciana cruzaba ante mi coche, como si aquel gesto fuese mi buena acción del día que sería recompensada. Emprendí la marcha pero me detuve unos metros después en un semáforo que acababa de cambiar a rojo. La luz verde me dio paso hasta la siguiente calle en la que la salida de un colegio me detuvo de nuevo. Precisamente aquel día que había conseguido salir antes del trabajo, parecía que todo se interponía para poder ver a mi amada. Llegué al garaje y aparqué. Al abrirse las puertas del ascensor salió el vecino del quinto. No es mala gente, tan solo un poco pesado. Después de enseñarme las fotos de sus nietos y de exponerme el problema de las tuberías del agua, conseguí escabullirme y subir hasta mi piso. Giré la llave de la puerta para sorprender a mi mujer en ropa interior, algo azorada. Me abrazó y me dijo que me estaba preparando una sorpresa. Hicimos el amor con una pasión que creí ya olvidada y supe que mi buena acción al detenerme en el paso de peatones, había sido recompensada.


— Vi a una anciana que iba a cruzar el paso de peatones y aceleré. Para un día que conseguía salir antes de trabajar no pensaba perder ni un segundo para ver a mi mujer. La anciana levantó el bastón en el que se apoyaba y creo que dijo algo, pero seguí adelante pasando el siguiente semáforo antes que cambiara a ámbar. Un hombre con chaleco amarillo y una señal de stop se acercaba al siguiente paso de peatones, seguido por una legión de niños. Apuré aún más y les dejé atrás. Aparqué en el garaje y esperé el ascensor. El indicador del piso marcaba 5 y pese a mi insistencia presionando el botón, no variaba. Seguro que era el brasas del quinto con la puerta abierta torturando a alguien. Pues a mí no me iba a pillar. Subí corriendo las escaleras y abrí la puerta de mi casa. Encontré a mi mujer desnuda en nuestra habitación, tan solo cubierta por el cuerpo de un desconocido sobre ella y no sé por qué, al abrir la boca solo pude decir: —Me cago en las prisas.

Jorge Moreno

La sabiduría de la naturaleza

Tiempo atrás, yo era vecino de un médico, cuyo "hobby" era plantar arboles en el enorme patio de su casa. A veces observaba, desde mi ventana, su esfuerzo por plantar árboles y más árboles, todos los días. Lo que más llamaba mi atención, entretanto, era el hecho de que él jamás regaba los brotes que plantaba. Pasé a notar, después de algún tiempo, que sus árboles estaban demorando mucho en crecer. Cierto día, resolví entonces aproximarme al médico y le pregunté si él no tenía recelo de que las plantas no crecieran, pues percibía que él nunca las regaba. Fue cuando, con un aire orgulloso, él me describió su fantástica teoría. Me dijo que, si regase sus plantas, las raíces se acomodarían en la superficie y quedarían siempre esperando por el agua fácil, que venía de encima. Como él no las regaba, los árboles demorarían más para crecer, pero sus raíces tenderían a migrar hacia lo más profundo, en busca del agua y de los variados nutrientes encontrados en las capas más inferiores del suelo. Así, según el, los árboles tendrían raíces profundas y serían más resistentes a las intemperies. Y agrego que él frecuentemente daba unas palmadas en sus árboles, con un diario doblado, y que hacía eso para que se mantuvieran siempre despiertas y atentas. Esa fue la única conversación que tuvimos con mi vecino. Tiempo después fui a vivir a otro país, y nunca más volví a verlo. Varios años después, al retornar del exterior, fui a dar una mirada a mi antigua residencia. Al aproximarme, noté un bosque que no había antes. ¡Mi antiguo vecino, había realizado su sueño!. Lo curioso es que aquel era un día de un viento muy fuerte y helado, en que los árboles de la calle estaban arqueados, como si no estuviesen resistiendo al rigor del invierno. Entretanto, al aproximarme al patio del médico, noté cómo estaban sólidos sus árboles: prácticamente no se movían, resistiendo estoicamente aquel fuerte viento. Qué efecto curioso, pensé... Las adversidades por las cuales aquellos árboles habían pasado, llevando palmaditas y habiendo sido privados de agua, parecía que los había beneficiado de un modo que el confort y el tratamiento más fácil jamás lo habrían conseguido. Todas las noches, antes de ir a acostarme, doy siempre una mirada a mis hijos. Observo atentamente sus camas y veo cómo ellos han crecido. Frecuentemente rezo por ellos. En la mayoría de las veces, pido para que sus vidas sean fáciles, para que no sufran las dificultades y agresiones de éste mundo... He pensado, entretanto, que es hora de cambiar mis ruegos. Ese cambio tiene que ver con el hecho de que es inevitable que los vientos helados y fuertes nos alcancen. Sé que ellos encontrarán innumerables dificultades y que, por tanto, mis deseos de que las dificultades no ocurran, han sido muy ingenuos. Siempre habrá una tempestad en algún momento de nuestras vidas, porque, queramos o no, la vida no es muy fácil. Al contrario de lo que siempre he hecho, pasaré a rezar para que mis hijos crezcan con raíces profundas, de tal forma que puedan retirar energía de las mejores fuentes, de las más divinas, que se encuentran siempre en los lugares más difíciles. Pedimos siempre tener facilidades, pero en verdad lo que necesitamos hacer es pedir para desenvolver raíces fuertes y profundas, de tal modo que cuando las tempestades lleguen y los vientos helados soplen, resistamos bravamente, en vez de que seamos subyugados y barridos. La naturaleza nos enseña muchas cosas si las sabemos ver...