Soñé que tenía superpoderes. Soñé que surcaba el cielo volando más rápido que el sonido, sin sentir el frío helador en mi piel impenetrable. Soñé que podía atravesar montañas de roca como un clavo caliente atravesaría una tarrina de mantequilla. Que mis ojos lanzaban rayos de calor tan potentes que convertían en líquido el acero. Soñé que las balas no podían herirme, que podía escucharlo todo, verlo todo, incluso ver más allá de las estrellas y a través de las cosas. Y soñé que te conocía. A ti, a la única persona entre todas que miraba más allá de mi fachada y penetraba en mi interior sin necesidad de visión de rayos X. A la que se enamoraba del hombre y no del súper. A la que siempre estaba ahí para salvarme; salvarme a mí, a quien se supone que podía salvar a cualquiera. Pero ahí estabas tú, tan humana, tan frágil. Y tan indestructible. Mi heroína. Mi amor. Soñé que volábamos juntos por todo el mundo. Tomabas mi mano y el cielo era nuestro hogar; las nubes, nuestro abrigo; los pájaros, nuestros compañeros de viaje. No era necesario hablar. Tu presencia y tu compañía me llenaban. Me hacían sentir el hombre más poderoso del mundo. A mí, que podía levantar continentes. Y eras tú mi fuerza, mi poder, mi energía. Me desperté como siempre, temprano para acudir a mi rutinario trabajo. Ya no había superpoderes. No podía volar, ni era extremadamente fuerte, ni en absoluto invulnerable. Mis ojos no despedían calor, y hasta debo llevar gafas para ver bien. Pero ahí estabas tú, a mi lado, en la cama. Como cada mañana desde hace muchos años. La única parte de mi sueño de fantasía que sí es una realidad. Tú, cálida y dormida. Te miro y no me da pena haber despertado de ese sueño en el que podía cruzar el mundo en un segundo, porque tú sigues ahí, convirtiendo cada día en un sueño cumplido. Soñé que tenía superpoderes. Pero ¿quién los necesita si tú estás a mi lado?
Javier Olivares Tolosa