Tiemblo. Apenas puedo separar los dedos de mis manos que tapan mis ojos. Quiero mirar, me asusta, pero debo hacerlo. La pesadilla empezó hace una semana. Siete malditos días antes. Entonces el espejo me devolvía la imagen de mi cuerpo desnudo y me escupía a la cara todas las mentiras que yo mismo me había creado. Sí, entonces lo supe: estaba gordo. Ni me pesaban los huesos ni retenía líquidos, la realidad, por mucho que me aterrorizara, era la realidad. Yo, gordo yo. Y encima en el peor momento, a una semana de la reunión de antiguos alumnos del colegio, veinticinco años después de abandonarlo. Yo, que había sido el atlético de la clase, el guapo, el listo, ahora tendría que aguantar que la gente me dijera: “Perdona, no te recuerdo, ¿quién eres?” y oír a mis espaldas: “¿Alguien sabe quién es el gordo?” No podía permitirlo. Mi primer arrebato fue no ir, pero entonces, no podría saber quiénes eran ahora, el calvo, la fea y la operada, así que tuve que elegir la otra opción: adelgazar. Tuve que ser radical, sería gordo, pero no era incompatible con ser tenaz y constante. Lo primero que hice fue comprarme una báscula de última generación. La llevé a casa ilusionado, la desenvolví y seguí las instrucciones. Primero introducir la altura. Un metro ochenta y cinco. Vale, apenas supero el metro setenta, pero ¿acaso la báscula se iba a dar cuenta? Me subí a ella. Una voz sensual me dijo: -Hola, dígame su nombre -realmente era muy sensual y pensé que aquello me gustaría. Por qué no decirlo, me había excitado un poco. -Matías y tú -contesté. -Hola, Matías… ¡Dios, qué voz! -…Pesas noventa y cinco kilos… Qué dulzura, sigue, sigue. -…con la altura que has introducido te sobrarían ocho kilos… La mejor compra de mi vida, era una diosa. - Pero atendiendo a la superficie de las plantas de tus pies, la presión por centímetro cuadrado ejercida -continuaba, mientras cambiaba el tono de su voz- y la presión atmosférica de la habitación, tu altura real es de un metro setenta y tres centímetros, por lo que te sobran veintiún kilos, gordo mentiroso. Adiós libido. Ahora la voz de la báscula se parecía pavorosamente a la de mi exmujer. Dejé unos segundos a que el escalofrío recorriera mi espalda y reaccioné con determinación. Ahora aquello era personal y no dejaría que aquel aparatejo me venciera. Está bien, tal vez perdí un poco los papeles gritando al artilugio y quizá sobrase lo de “frígida”, pero es que me sacó de mis casillas. Salí a la calle y me hice con varios libros: “Pierde peso en siete días”, “En forma en tiempo récord”, “Mil y una dietas que funcionan” y “Buñuelos que se deshacen en la boca”. Este último no pude evitarlo, las fotos de la portada me hacían salivar. Tenía una larga lectura por delante, así que empecé poniendo en práctica el de los buñuelos, para tener algo con lo que entretenerme mientras leía los otros. Tan solo una palabra: impresionantes. El primero de los libros básicamente consistía en no comer, y si después de siete días seguías vivo te garantizaba que habrías perdido peso. El segundo podría resumirse en que tenías que hacer ejercicio hasta que te diera un paro cardiaco. Si lograban reanimarte, la comida del hospital te haría perder peso. Los dos parecían interesantes, pero no podía correr riesgos, necesitaba llegar vivo a la reunión de antiguos alumnos, no soportaba la idea de que todo el mundo dijera: “¿A que no sabéis quién ha muerto?”, y encima no poder ver al calvo, a la fea y, sobre todo, a la operada. Todas mis esperanzas estaban en el tercer libro. Descubrí que no era un título engañoso, realmente había mil y una dietas. La de la alcachofa, la del melón, la del pepino, la de los hidratos, la de las proteínas, la de los hidratos proteicos, la del helado… y así hasta mil una. Ya era tarde, así que decidí empezar la dieta al día siguiente. Ese día tampoco podía haber ido mal, entre unas cosas y otras solo había comido los buñuelos -buenísimos, de verdad-, unos treinta y siete, es que nunca les cojo bien la medida a los ingredientes. Al día siguiente al ir al baño no fue la ducha lo que me despertó, si no una voz: -Psss, eh, psss. Sube, vamos sube. La maldita báscula de última generación con aquella odiosa voz. -Aquí huele a repostería, y yo no he sido. ¿Quién ha sido, gordito? Salí corriendo todo lo rápido que el pánico me permitió. No podía ser vencido por aquella máquina inmunda, así que los siguientes días me puse a muerte con el tema de las dietas. Tenía que vencer, así que aplicaría la fuerza de voluntad al límite y empecé a hacer dieta. Siete concretamente. Si una adelgazaba, qué no harían siete simultáneamente. Además así podría seguir tomando esos buñuelos tan deliciosos. Las mañanas eran terribles. Opté por no entrar al baño y usar tapones para los oídos para evitar los insultos de la bruja de la báscula. Al cuarto día pensé que las dietas ya habrían hecho efecto, así que entré desafiante al baño, me desnudé y me subí a la báscula. Todavía puedo oír las carcajadas del aparato del demonio mientras decía: “Noventa y nueve, cuatro kilos más”. Estaba destrozado, desmoralizado y desesperado, así que como el alcohol engorda, hice la segunda actividad que hace todo hombre en esos tres estados: ver la teletienda. Entonces tuve la revelación. Al día siguiente ya tenía en mi casa la plataforma vibratoria, el cinturón abdominal que te electrocuta el vientre, lo de los dos peldaños para hacer que subes escaleras y un alargador de pene (no es que lo necesite, no creáis, pero más vale que sobre que no que falte). Los dos últimos días fui a tumba abierta. Dieta tras dieta, sin bajarme de la plataforma a la vez que hacía que subía escalones y recibiendo descargas sin parar. Y sí, también con el alargador de pene puesto. Hoy, el séptimo día la suerte ya está echada. Esta tarde será la reunión de antiguos alumnos y no hay tiempo para más. Al levantarme he ido decidido al baño, no he hecho caso a los comentarios de la báscula y me he subido con decisión, pero una vez sobre ella me ha invadido el pánico. Sorprendentemente la báscula había enmudecido. Sí, seguro, la había vencido. O quizá tanta electricidad acumulada en mi cuerpo la había fundido. Ahora tiemblo. Apenas puedo separar los dedos de mis manos que tapan mis ojos. Quiero mirar, me asusta, pero debo hacerlo. Oigo un ruido, parece que la báscula va a hablar. A fin de cuentas no necesitaré mirar. Cierro los ojos y aprieto los dientes con fuerza. -Hola Matías. La voz es distinta pero también me suena familiar. -Ciento uno. ¡Ay, hija, pero que le viste a este ceporro! Mira que te decía que no me gustaba para ti. Dice la báscula con una voz terroríficamente parecida a la de mi exsuegra. Y encima el alargador de pene tampoco funciona.
Jorge Moreno