En los últimos meses mi mujer y yo nos sentíamos cada vez más distanciados. Diez años de matrimonio habían acabado con nuestra pasión y con la alegría de compartir cada segundo de nuestras vidas. Lo que en otro tiempo fueron cenas a la luz de las velas y conversaciones hasta el amanecer salpicadas con arrebatos de pasión, se habían transformado en sándwiches de jamón y queso iluminados por el resplandor del televisor y serenatas de ronquidos en do mayor. Siempre he sido un luchador y no podía permitir que nuestra convivencia languideciera sin ninguna oposición por nuestra parte, así que decidí tomar la iniciativa y hablar con ella. Tardé algún tiempo en poder hacerlo, porque cuando no estaba hablando con una amiga por teléfono, ponían el partido del siglo en la televisión. Al fin encontramos el momento y le manifesté mis inquietudes. Ella estaba totalmente de acuerdo y decidimos acudir a un consejero matrimonial. Buscamos un hueco entre sus clases de pádel, mis reuniones de la peña de fútbol, sus tardes de chicas y mis jornadas de póker. Mes y medio más tarde conseguimos coincidir en la consulta del asesor. El diagnóstico fue inapelable: no nos interesaba lo más mínimo la vida del otro. Era nuestra opción romper nuestro matrimonio o intentar encontrar algo que nos motivara a seguir juntos. Mi mujer pensaba que lo mejor era separar nuestros caminos en ese mismo momento. Yo también intuí que era la mejor opción, más aún cuando aquella noche coincidían en televisión el partido definitivo en la lucha por el undécimo puesto de la liga de fútbol de Timor Oriental y la entrevista en exclusiva con la ex novia del marido de la hermana del primer expulsado de la última edición de Gran Hermano. Pero por doscientos euros la consulta, no estaba dispuesto a irme sin hacerle gastar al menos un cuarto de hora de su tiempo, así que voté por recuperar la llama del amor y que aquel hombre nos desvelara su receta mágica. Nos recomendó que compartiéramos nuestras aficiones y tratáramos de involucrarnos el uno con el otro en nuestras actividades. A los dos nos pareció una idea horrible, pero aceptamos ambos, porque ninguno quería ser el causante de la ruptura. Eso sí, sería a partir del día siguiente, por nada del mundo renunciaríamos a nuestra cita de esa noche en televisores separados. La segunda línea de actuación marcada por el consejero era mejorar nuestra vida sexual en común. Nos explicó que los años de convivencia hacían caer en la monotonía y el hastío las relaciones sexuales de las parejas. Tuve que darle la razón. No hay nada tan monótono en el sexo en pareja como su ausencia. Nos recomendó que para recuperar la chispa tratáramos de innovar. Tantos años de convivencia me hicieron interpretar el pequeño movimiento de los labios faciales de mi mujer como un gesto inequívoco de repulsión a la idea. La convencí de que una mejora de nuestra vida sexual era excesivamente fácil de conseguir. Accedió, pero siempre que agotáramos antes la primera propuesta. El día siguiente, después de nuestras sesiones televisivas individuales –por cierto, ¡qué partidazo! Empate a cero, pero todo un partidazo- comenzamos nuestro asalto a nuestra última oportunidad de salvar nuestro matrimonio. Esa tarde era mi reunión de póker. Le enseñé las reglas sin muchas esperanzas y le aconsejé que cuando perdiera diez euros se retirara y observara, que no se picara e intentara recuperarlo. No se picó, no le hizo falta. En media hora nos había desplumado a mí y a mis amigos, que sí nos picamos. Me dejaron bien claro que no querían que volviera a parecer con ella. Al día siguiente era su turno y por desgracia tocaba tarde de chicas. Les explicó a sus amigas el por qué de mi presencia y aceptaron de mala gana, coincidiendo todas ella en que lo mejor era no haber hecho ningún esfuerzo. Fuimos a una cafetería con una decoración muy moderna y sin televisor. De locos. Comenzaron a hablar de libros y continuaron comentando las últimas noticias. Interrumpí su conversación y les dije que no variaran lo que hicieran normalmente por mi presencia, que yo me adaptaría, que podían hablar de ropa, tiendas, dietas y despellejar a las que no habían ido o cualquier otra de las estupideces que acostumbraran hacer. Me insultaron. Nunca pensé que tantas palabrotas pudieran salir de la boca de una mujer. Después de la experiencia, mi mujer me dijo que era inútil encontrar una unión en nuestras aficiones y que, aunque nunca pensara que llegaría a decirlo, nuestra única esperanza era la vía sexual. Era un suicidio, pero ninguno de los dos quería negarse y ser el culpable de nuestra ruptura, así que acordamos buscar la innovación en nuestra vida sexual como última opción. Mano de santo. Nuestras aficiones continuaban por derroteros distintos, pero volvimos a sonreír y sentirnos más cercanos. Incluso hablábamos. A todo el que me dice que me ve más feliz e incluso más joven, le confieso el secreto: innovar en la vida sexual. Y a los indiscretos que quieren saber cómo, se lo explico: “Sencillo, mi mujer se buscó un amante y yo cambié de mano”.
Jorge Moreno