sábado, 26 de enero de 2013
La princesa Laca
En un lejano reino de Oriente, así llamaban a la hija de U Tin, un humilde artesano. Le pusieron este nombre porque no existía nadie más hábil que ella lacando todo tipo de objetos. Todo lo que la joven grababa sobre las bandejas, los tiestos, las tazas y las cajas que fabricaba su padre parecían cobrar vida en sus manos. Un rey orgulloso reinaba sin oposición en el país. Se había autoproclamado “Más brillante que el sol”. Nada de lo que pasaba en su reino se le escapaba, y así, la fama de la Princesa Laca llegó hasta él. Hizo llamar a uno de sus ministros y le dijo: —Ve y mira si esta presunta princesa es tan diestra como se dice. Si es así, págale para que ponga su talento a mi único servicio. El ministro recibió una bolsa llena de dinero y se puso rápidamente en marcha. Cabalgó durante una jornada entera sobre su caballo. Más allá del curso del río llegó por fin al pueblo donde vivía U Tin con su hija, y enseguida encontró el camino hacia su taller. El ministro pidió para ver el trabajo de la Princesa Laca, y éste le pareció admirable. —A partir de ahora servirás únicamente a nuestro resplandeciente soberano. U Tin se interpuso tímidamente: —Señor, mi hija no podrá jamás contentar el gusto refinado de un personaje tan poderoso. Los lacados que hacemos están destinados a la gente humilde, a los campesinos, a los pescadores… A su vez, la Princesa Laca añadió: —Se dice que nuestro rey ama los objetos cubiertos de hojas de oro y de piedras preciosas. Necesitaremos que nos dé con qué comprar todo esto a fin de que nuestros lacados sean de su agrado. El ministro arqueó el entrecejo: —¿Me estáis pidiendo dinero? ¿Quién os ha hablado de dinero? ¡Espabilad y haced maravillas! Yo regresaré a recoger vuestro trabajo. Salió del taller, saltó sobre su caballo y partió al galope. Sonreía muy contento: la bolsa seguía estando en su bolsillo, y allí se quedaría. Para intentar, a pesar de todo, satisfacer al rey, U Tin se adentró en un bosque espeso donde crecían grandes y bellos árboles de la mejor de las resinas, la que le permitía obtener el color más buscado: un negro profundo y perfecto. Entonces, con esa laca, la Princesa amasó y modeló una pasta tan oscura y lisa como el ala de un cuervo. No mostraba sus obras a nadie. Cuando la joven acababa una pieza, la guardaba en la bodega, a resguardo del sol y de las miradas indiscretas. Ni siquiera U Tin penetraba en ese lugar. Pasaron tres meses, y el ministro regresó para tomar posesión de los objetos destinados al rey. La Princesa Laca los había colocado dentro de grandes cestos cuidadosamente cerrados. El ministro los hizo cargar sobre una carreta que regresó a la capital bien escoltada. “Más brillante que el sol” tomó con impaciencia una pieza lacada al abrirse el primer cesto. Gritó sorprendido: —¿Cómo? ¿Cómo se ha atrevido? Se inclinó sobre las otras piezas para examinarlas. Las escenas grabadas por la Princesa Laca tenían todas el mismo motivo: el sufrimiento del pueblo de Birmania, aplastado bajo la ley de un tirano. El rey se enfureció terriblemente. Su ministro sintió un sudoso recorrerle la espalda: si era juzgado responsable de la ofensa, rodaría su cabeza. “Más brillante que el sol” dijo con voz amenazadora: —¡Llévame hasta esta insolente! ¡Debe ser castigada allí mismo! Unos instantes más tarde, el rey se sentó en su carro flamígero y decenas y decenas de hombres armados lo acompañaban. El ministro abría el camino a toda prisa: el miedo le daba alas. Los soldados entraron en el taller de U Tin. Arrastraron al exterior al viejo y a su hija, y los arrojaron a los pies del rey. “Mas brillante que el sol” se inclinó hacia la Princesa Laca, y le resopló en la cara: —¡Tus imágenes no son más que mentiras! —Majestad, no hay nada en esas piezas lacadas que no haya visto yo con mis propios ojos. —¡Pues bien! ¡Que le arranquen los ojos! —ordenó el rey. —¡Perdonad a mi hija! —imploró U Tin —. Soy yo quien debe ser castigado. Los vecinos se habían reunido en masa alrededor del taller. “Más brillante que el sol” dijo con voz potente, a fin de ser escuchado: —¡Es cierto! Este viejo también es culpable. Será expulsado de mi reino. En cuanto a su hija, que ha osado usurpar el título de Princesa, le indulto los ojos… pero éstos nunca más volverán a ver la luz. El rey abandonó el lugar. Algunos soldados permanecieron allí a fin de construir una prisión que no tardó mucho en alzarse en el centro mismo del pueblo. No tenía puerta. Se dejó tan sólo una minúscula trampilla para poder introducir comida y agua, pero esa trampilla estaba hecha de tal manera que no permitía que la luz del día penetrara en su interior. Los soldados dejaron una brecha abierta en uno de los muros, través de la cual empujaron a su prisionera, y la cerraron después con ladrillos y mortero. La Princesa Laca se encontró de pronto sumida en una completa oscuridad. Arañó durante un buen rato las paredes con sus uñas, hasta hundirse en el llanto. Había sido apartada del mundo de los vivos. Un hilo de aire secó las lágrimas de la Princesa Laca: cerca de su cara había una grieta. No se filtraba ninguna luz, pero sí débiles ecos procedentes del exterior: risas de niños, una canción de campesinos, la llamada de los barqueros… Si la Princesa Laca podía escuchar a la gente del pueblo, sin duda ellos, a su vez, podrían oír sus palabras. Se acercó cuanto pudo a la grieta y empezó a hablar. Aquello que se le impedía mostrar en sus lacados, lo atestiguaría su voz. A partir de ese momento, no hubo más día ni noche para la Princesa Laca. En la prisión, olvidó el transcurrir del tiempo mientras contaba sin descanso lo que sus ojos habían visto. No tenía ni hambre ni sed, tenía la impresión de volverse cada vez más ligera a cada palabra que pronunciaba. Cuando la Princesa Laca se sintió, por fin, tan ligera como un leve aliento, como un suspiro, supo que ningún muro podría retenerla más. Que por fin seria libre. “Más brillante que el sol” no había salido más de su palacio desde que había hecho encerrar en prisión a la Princesa Laca. Temía una revuelta de su pueblo. Dentro de sus aposentos reales, ya no se sentía seguro. Desconfiaba de sus soldados, de sus ministros, y hasta de su propia familia. En las horas sombrías de la noche, “Más brillante que el sol” recibía a innumerables espías, a los cuales pagaba, a fin de estar informado de todo cuanto sucedía. Una tarde, uno de ellos le trajo un objeto idéntico a uno de los que la Princesa Laca había tenido el valor de enviar al palacio. —¿Dónde lo has conseguido? ¡Habla! —Majestad, estas piezas lacadas están por todas partes —le confesó el espía. “Más brillante que el sol” hizo venir a su ministro. —¿Por qué no has hecho nada para evitar esta nueva afrenta? —Yo no sé nada, Majestad. — ¡Entonces tendré que ocuparme yo mismo de la falsa princesa! El ministro se apresuró a acompañar a “Más brillante que el sol”. —Tú no vienes —le dijo el rey — Un hombre cuya cabeza va a rodar no puede serme útil. En el pueblo, al borde del río, eran incontables los talleres. Los artesanos se afanaban en sus tareas, fabricaban bandejas, tiestos, tazas y cajas. En todos ellos se veían las mismas escenas que la Princesa Laca había representado. Había decenas, centenas millares; nunca nadie podría impedir que tantas piezas lacadas circularan por el reino. —¿Cómo es posible? —gritó el rey— Han dejado escapar a la falsa princesa! Se dirigió a la prisión. Ésta seguía en el mismo lugar en que había sido construida, y sin puerta alguna por donde salir. A grandes mazazos, hicieron un gran agujero en el muro de la prisión: no había rastro alguno de la Princesa Laca en su interior. Cerca del lugar donde se encontraba la trampilla, “Más brillante que el sol” vio un gran número de tazas y cascos. Nadie parecía haber tocado el agua y la comida que contenían. El rey se sintió enloquecer: —¡No puede haberse escapado! … ¡Encontradla, soldados, encontradla! Mientras sus hombres registraban el pueblo, “Más brillante que el sol” entró en un taller. Aplastó con furia las piezas lacadas que allí se encontraban. De repente, gritó salvajemente y saltó como si hubiesen clavado algo en un talón del pie: una cara se multiplicaba en cada uno de los pedazos esparcidos por el suelo. Allí donde “Más brillante que el sol” posaba su mirada, se le aparecía la sonrisa de la Princesa Laca. Salió del taller y se puso a correr gesticulando e intentando escapar, pero aquella cara seguía multiplicándose a su vista: en las hojas de los árboles, en el polvo del camino, sobre el agua brillante de los helechos. El tiempo es como un río: fluía sin fin. ¿Cuántos días, semanas, meses, pasaron desde que la Princesa Laca desapareció? Se perdió la cuenta. Los artesanos continúan trabajando tal y como la Princesa Laca les enseñó a hacerlo, y sobre los objetos que fabrican muestran siempre la vida del pueblo tal y como sus ojos pueden verla, con toda la verdad. Ninguno de entre todos estos hombres y mujeres debe temer ya más la cólera del rey. Hace ya mucho tiempo que “Más brillante que el sol” se arrojó al río para escapar del rostro de la Princesa Laca, que lo atormentaba sin cesar. El pueblo recuperó su aspecto habitual, ya no hay prisión alguna. Por todas partes se escuchan hoy las risas de los niños, el canto de los campesinos y la llamada de los barqueros. En las noches de luna llena, se cuenta que, por el cielo estrellado, por encima de las pagodas doradas… una silueta luminosa se desliza como una nube: la Princesa Laca.
Fin
Françoise Malaval, La princesa Laca, Cánoves (Barcelona)
Amnistía Internacional : Proteus, 2008
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Sentimientos,
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