Erase una vez un rey que, desde los remotos tiempos de su juventud, buscaba la felicidad eterna. En función de ello, trató en todas las actitudes que tomaba no alejarse de su meta. Los años pasaban y el rey, a pesar de sus esfuerzos, no conseguía lograr sus objetivos. Con frecuencia se sentía amargado, con tedio, sin inquietudes y solo. Resolvió entonces consultar a un sabio muy prestigioso que vivía en las cercanías. Y éste, al oír sus quejas, le dijo: - El hombre siempre busca satisfacer sus deseos más íntimos, más reprimidos. Sólo cuando consigue realizarlos se siente libre para gozar de la paz y de la felicidad. Por eso, son tan pocos los hombres felices. Su majestad ha vivido ocultando sus anhelos con realizaciones que no lo satisfacen. El rey volvió al palacio, se refugió en sus aposentos y procuró reflexionar. Después de algún tiempo se decidió: iría en busca de satisfacer todos sus deseos y fantasías. Por algún tiempo vivió rodeado de placeres. ¡Nada le era prohibido y todo le era posible! Sin embargo, a pesar de todo eso, no lo abandonaba la sensación de tedio y la impresión de inutilidad de su vida. Y quería morir. Se le aconsejó entonces consultar a otro sabio que tenía gran predicamento en su reino. Y eso fue lo que hizo. Le contó su historia, sus quejas, sus tentativas de librarse del mal que lo aquejaba. Y escuchó el consejo del sabio: - La satisfacción de los placeres es importante, majestad, pero no es todo. El hombre nace sintiéndose pequeño e inferior. Para superar esa sensación se debe sentir bien y feliz, necesita conquistar poderes que le permitan cambiar ese sentimiento de inferioridad por el de ser poderoso. El rey volvió animado. ¡Entonces, era eso! No le bastaba ese reino, Necesitaba conquistar otras tierras y mayores riquezas. Y se puso en acción. Llamó al comandante de sus ejércitos y le dio órdenes. Pasaron los años y ahora el rey, además de gozar de los placeres, poseía el mayor reino y las mayores riquezas conocidas entonces en todos los alrededores. Jamás se oyó hablar de un soberano tan fuerte y tan poderoso. Y mientras luchaba por lograr esas metas, el rey parecía sentirse bien, pero al alcanzarlas, de nuevo el tedio, los días monótonos y la sensación de frustración hicieron presa de él. Su estado de ánimo fue decayendo aceleradamente. Enflaqueció y permanecía triste y callado. Por último, se abandonó totalmente y se quedó en su lecho a la espera de la muerte. - ¡Muerte sin conocer el placer de vivir! _se repetía constantemente. Los miembros de su familia y toda la corte procuraban hacer algo para evitar lo peor. Resolvieron entonces llamar al médico del reino, un viejecito muy culto y con gran experiencia que gustaba citar a los grandes autores, de quienes decía, eran amigos suyos. Por el reino se comentaba que ese médico inventaba historias y era algo extravagante, pero todos estaban de acuerdo en considerarlo un excelente médico y un hombre muy bondadoso. El médico les aconsejó internar al rey en el hospital para poder estudiar mejor su caso y entonces tratarlo. Y así ocurrió. El rey fue internado en aposentos especiales, separado de los otros enfermos. El médico conversó muchas veces de manera prolongada con él, e inició su tratamiento. - ¡Creo que Dios se ha olvidado de mí! _se quejó el rey. - Es preciso no contar demasiado con Dios. Quizás Dios desee contar con la gente. - Pero doctor, yo busco tanto la felicidad que todo cuanto aprendo lo oriento para conseguirla. - Un amigo mío, Herman Hesse, en un libro llamado Sidarta, dice lo siguiente: Cuando alguien busca mucho, algo puede fácilmente suceder que sus ojos se concentren exclusivamente en el objeto buscado y que sea incapaz de encontrar lo que realmente desea, tornándose éste inaccesible, porque sólo piensa en aquél objeto y porque tiene una meta que lo enceguece totalmente. Procurar significa tener una meta. Pero encontrar significa estar libre, abrirse a todo... Puede ser que tú seas realmente un buscador, ya que en tu afán por aproximarte a tu meta, no percibas ciertas cosas que se encuentran muy cerca de tus ojos. - ¡Muy cerca de mis ojos!... repitió el rey, pensativo. En algunas semanas se produjo una mejoría física. El rey se alimentaba bien, aumentaba de peso, se lo veía bien dispuesto. Su corazón, sin embargo, todavía permanecía oprimido. El médico sugirió al rey que, disfrazado de paisano, se pasease por todo el hospital y conociese a sus súbditos enfermos sin que éstos lo reconociesen. El rey aceptó. El primer día se detuvo ante un lecho donde un moribundo era alimentado por otro paciente, gravemente enfermo. Ambos parecían hermanados en aquella acción. La escena lo conmovió fuertemente. Se encontró después con un joven parapléjico que procuraba, en la medida de sus posibilidades, ayudar a otros compañeros. Durante todo el día observó situaciones semejantes. Los días siguientes volvió a repetir la experiencia. Poco a poco, fue conociendo una realidad que parecía alejada de su mundo habitual. Cierta mañana, tan distraído quedó que se atrasó en el almuerzo. Como el hospital era pobre, a pesar de la riqueza del reino, encontró más alimentos para que le sirvieran fuera de hora.
Para su sorpresa, un joven internado, muy enfermo, lo convidó a su mesa y, repartió con él su alimento. - ¡Muy agradecido joven! Usted es muy generoso. Veo, sin embargo, que se encuentra muy débil y que necesita de buena alimentación para recuperarse. No puede prescindir de la parte de su comida que me ofrece. - Vea, señor, el placer de poder repartir mi pan me fortalecerá. Siéntese.., por favor. El rey aceptó. Se sentó a la mesa con el joven y durante la comida le preguntó por su vida. Conoció su pobreza, supo de los hijos y la esposa que debía cuidar y hasta de los padres envejecidos que vivían con él. - ¿Cómo puede mantener ese aparente buen humor con esa situación difícil, con una familia que necesita de usted, enfermo, lejos de ella? - Mire, yo no abandono a mi familia. Me estoy preparando para volver con ellos. La enfermedad fue una fatalidad inevitable, pero busco hacer lo que está a mi alcance para recuperarme y estoy orgulloso de ello. Voy a estar bien tan pronto como sea posible. De todas maneras, debo estar bien para cuidar a mis seres queridos. El recuerdo de este agradable compromiso me da fuerzas y humor para sobrellevar cada día que paso. El rey quedó pensativo, ¿Cómo podía aquel pobre hombre enflaquecido por la enfermedad, sin bienes materiales, sin posibilidades de gozar de los placeres de la vida, estar allí, a pesar de todo, aparentemente feliz? Todo cuanto veía parecía contradecir lo que aprendiera con los sabios. Intrigado, habló con el médico. - Doctor, ¿qué lugar es éste que me produjo imprevisibles sentimientos? ¿Qué lugar es éste donde me encuentro, que me hace desear participar de las actividades que realizan mis súbditos más pobres y enfermos? El médico le respondió: - Este es un lugar cualquiera del mundo de los humanos. Le voy a contar algo; otro amigo mío, Gibran Khalil Gibran, escribió un libro que lleva por título Parábolas. En cierto momento él dice, debes haber oído hablar de la montaña sagrada. Es la montaña más alta del mundo. Si llegas a la cumbre te nace un deseo: descender y estar con quienes viven en el valle más profundo. Por eso se la llama la montaña sagrada. Piensa en eso, majestad. Los días siguientes el rey realizó todas aquellas tareas que se le presentaron, Y no eran pocas, con tantos enfermos y tan poca gente para ayudarlos. Pasaron así varias semanas. El rey se sentía útil, como nunca se había sentido antes. Realizó actos de compañerismo, de amistad desinteresada, de afecto y de valiente enfrentamiento al dolor. Al propio tiempo sentía que, a pesar de estar enfermo, conseguía dar un gran sentido a su vida. Y, aunque todavía delgado, se sentía fuerte. Pasados algunos días, volvió a hablar con el médico. Se sentía curado. El corazón le palpitaba alegremente y por primera vez sin amarguras. - Doctor, ¿en qué lugar me encuentro?, ¿qué milagro sucedió? Mientras buscaba la felicidad no la encontré y cuando desisto de ello, la encuentro en el lugar menos pensado. - Este es un lugar cualquiera del mundo, majestad. No siempre lo que se busca se encuentra donde uno cree que está. A veces después de recorrer muchos caminos y de andar numerosas leguas, descubrimos que cuanto buscábamos siempre estuvo muy cerca de nosotros. Esto nos lo enseña el encantador cuento El pájaro azul de la felicidad. Otras veces no notamos que, sin brújula, nos perdemos dentro de nosotros mismos, y que cuanto más tratamos proseguir, más prisioneros estamos. Rodando entonces hacia el más profundo de los abismos. Allá abajo, en lo oscuro, solos, miramos hacia lo alto y vemos una grieta: nuestra única salida. A través de esta estrecha abertura entrevemos el cielo las estrellas. Los abismos nos acercan a las alturas. - Los abismos nos acercan a las alturas… _repitió el rey, pensativo. - Vuestra majestad buscaba la felicidad gratuita. Ella no se encuentra así. El bienestar humano surge de una vida plena de sentido. Y cuando lo encuentra, con la realización de un trabajo, con la experiencia del amor o enfrentando el sufrimiento el ser humano se realiza como el ser autotrascendente que es. - ¿Autotrascendente?... - Sí, que se realiza hacia afuera de sí mismo en el encuentro con otros, en la realización de valores. - En el encuentro con otros... en la realización de valores... repitió el rey, aún pensativo. - El Bien es el encuentro de todos los seres, el idioma con el cual todos se entienden, la alianza definitiva de los corazones. Como ya le dije dos veces, majestad, este es un lugar cualquiera del mundo. Vuelva al palacio y viva como un hombre puede vivir, buscando el dar lo mejor de sí para que el mundo sea mejor. - Temo que mi contribución sea sólo una gota en el océano. - Tal vez sea así, pero el océano será menos océano sin esa gota, como diría mi amiga la Madre Teresa de Cacuta.
El rey, agradecido, se despidió del médico. El rey agradecido, se despidió del médico. A punto ya de salir decidió, pensativo, volver y comentar: - Doctor, usted es dueño de una gran sabiduría. Me parece que por modestia, quizá, cita ideas de amigos suyos que, en realidad, son parte de sus propias ideas. Noté, además, que a través de nuestra conversación, me ayudó a que yo, poco a poco, diera sentido a mis acciones. Todo fue muy provechoso e inolvidable. Tengo, con todo, una gran curiosidad: ¿cómo aprendió a obrar así, como hombre, como amigo y como médico? - Agradecido, majestad, por sus generosas palabras. Lo aprendí en mi vida, con mis padres, hermanos y amigos, con mis maestros y pacientes, en mis aciertos y en mis errores... Hace mucho tiempo atrás era un buen muchacho y en otras tierras, en otro reino, durante una guerra terrible, fui tomado prisionero injustamente. Conmigo lo fueron también numerosos compañeros y muy pocos lograron salir con vida. En cautiverio, por años, viví las situaciones más degradantes para un ser humano. Entretanto, a pesar de eso, aprendí mucho de lo que sé en esa dolorosa experiencia. La prisión fue mi montaña mágica... mi fondo del abismo... Fue entonces que conocí a mi eterno y gran amigo, el doctor Viktor Frankl. A pesar de su condición de prisionero, él nos hablaba con palabras y actitudes, del sentido de la vida, de la autotrascendencia del ser humano y de la capacidad del hombre para lograr valor aún ante el inevitable sufrimiento. - La montaña mágica…, el fondo del abismo..., las estrellas..., el valor del sufrimiento... murmuró el rey. Dígame doctor, ¿el doctor Frankl escapó con vida? - Sí, escapó. - ¿Aún vive? Preguntó con gran brillo en sus ojos. - Lejos, más allá de estos mares, en otras tierras, en un lugar muy distante de este reino, él todavía vive. Está bastante viejo, como también lo estoy yo, pero continúa trabajando todos los días, amorosamente, para que el hombre sea más humano. El rey respiró profundamente. - Para que el hombre sea más humano… hombre… humano… hombre-humano… Ahora comienzo a entender… El mundo necesita personas así, como usted, como ese amigo suyo y como todos sus amigos… - Y como vuestra Majestad. El rey sonrióemocionado. Me gustaría volver a encontrarlo otras veces, doctor, para conversar sobre nuestras existencias. Me agradaría conocer más cosas relacionadas con ese gran amigo suyo. - Estoy a su disposición. - Lo consultaré muchas veces, si ello no lo incomoda. - Será un gran placer cada encuentro. Ya estoy deseando concretarlo. El rey salió del hospital y decidió volver a pié. Respiraba el aire puro de aquella mañana como si fuese la primera vez. Caminó firme y seguro. Sabía qué buscar y para qué. Su corazón, por fin, estaba aliviado y en su cabeza bullían ideas de nuevas y diferentes conquistas. Llegó al Palacio y todos notaron la diferencia.El rey estaba curado y alegre. - En definitiva, le preguntó la reina, ¿Qué enfermedad te molestaba? -Ah…, mi querida esposa, era una enfermedad muy simple, pero muy grave. ¡Yo tenía los ojos clavados en mi ombligo! Todos los presentes rieron, seguros de que el rey les hacía una broma.
Claudio García Pintos