Siempre le gustó aquella ventana. Desde bien pequeñito se sentaba frente a ella y contemplaba con curiosidad el mundo que se abría en el exterior. Cada mínimo detalle. El vuelo de un pájaro que se posa sobre la caseta del jardín. Las nubes moviéndose lentamente en las alturas, pasando de largo y perdiéndose en la inmensidad del cielo. Sacaba la lengua y se levantaba apoyando las patas delanteras contra el cristal, buscando la mano mágica del amo que se acercaba y la abría dejándole salir a las escaleras que bajaban hasta el patio. Fue creciendo y memorizando cada esquina de aquel lugar que era el día a día de una vida sin preocupaciones. Los muros que delimitaban su existir y su ser, las fronteras del saber. Su jardín. Las estaciones cambiaban el color de la hierba y los olores de sus parajes, atrayendo nuevos integrantes a los que examinaba con ojo avizor tras el cristal de la ventana que guardaba con gran cuidado, día tras día. Sus pelos fueron cayendo y otros nuevos aparecían resguardándole del frío. Sin objetivos la vida misma se convierte en una misión, y así pasaba horas sentado frente al cristal, parpadeando con cautela, sin importarle cuantas veces había inspirado ni cuantas más espiraría, los latidos de su corazón no temían al futuro, la ventaba seguía allí, eso era todo. El jardín nunca cambió de lugar, ni cesaron las estaciones, el calor o el frío. Con los años se cansó de olisquear y solo observaba, ya apenas salía al exterior y en el invierno la ventana le protegía a él, él protegía a la ventana, y los días avanzaban. Tiempo después ya no estaba allí. Cada mañana la ventana le esperaba impaciente, aguardando su aliento abrazando el cristal de su cubierta, sus ojos atravesándola sabiamente, pero ya nunca volvió y la ventana, plena de tristeza, se empañó entre lágrimas calientes y aire gélido plasmando la forma de su buen guardián una vez más, con su contorno donde siempre estuvo, tras el cristal donde una vez existió y luego, sin miedo, dejó de hacerlo.
Luis.J.Salamanca