martes, 30 de abril de 2013

No hay mayor tortura

Insonmio. Créeme, no hay mayor tortura. Me impide incluso deletrearla correctamente cuando la estampo sobre este folio. Ahora pienso incluso que podría tratarse de algún ser vivo, que actúa con soberana complacencia hacia sí misma, que piensa pero no siente, que obra retorcidamente, que envenena de putrefacción todo lo que esta a su alrededor, que ejerce de tirano sobre quien le place eligiendo casualmente a quien más desespero desprende. Insomnio... He respirado profundamente y lo escribí despacio, muy despacio, como si de un desafío se tratara, como si amenazara de alguna forma a un mal que incluso al escribirla mostrase todo su poder. Sólo he de volver a intentarlo de nuevo y de la misma forma para que mi predicción se cumpla. Respiro profundamente, hinchando mis pulmones hasta creer que mis costillas ceden. Insomnio. Este es el resultado. Insomnio. I. N. S. O. M. N. I. O. InSoMnIo... Puede que existan muchas clases, pero todas tienen un mismo significado. Todo reside en único problema. No logro acordarme de cuando empezó todo. Una semana, tal vez diez días, puede que más. ¿Qué más da? La verdad es que no me acuerdo. Puede que esta sea una de sus consecuencias, aunque siempre he sido muy olvidadizo. Tampoco tengo porque dramatizar, simplemente llevo un mes sin dormir por las noches. No es para tanto, hombre. Y sonreír. Rio profundamente, a carcajadas. No me importa la hora, nunca ha sido ni demasiado temprano ni demasiado tarde para reírse. Pero noto como al mismo tiempo dos lágrimas, una por cada glándula caen pesadamente por mi cara. Durante un mínimo espacio de tiempo intento creer que lloro de alegría, pero un segundo después recuerdo que no hay motivo de alegría, por lo que opto por dejar de reír como un imbécil, y continuo llorando. Ahora tengo motivos para hacerlo y ninguno de ellos es agradable. Lloro por cansancio, porque todo me duele y ofende, por el mal humor, porque no encuentro solución, porque no sé el motivo, lloro porque no sé que hacer. Repentinamente siento un pinchazo en el pecho. Miro mis uñas. Las tengo mordidas hasta el tal extremo que podríamos hablar de maltrato, de masoquismo. La sangre que percibo levemente en la boca así me lo demuestra. En cambio la de los pulgares brilla en toda su longitud. Son enormes, y al tocarlas me duelen los propios dedos de lo duras que están. Creo que si agarrara a alguien del cuello podría, si quisiera, traspasarle la garganta con estas garras. ¿Por qué tenemos uñas los humanos? Antes sabía esta respuesta, no solo me estoy volviendo paranoico, también pierdo la memoria. No sé que es peor. A través de ellas intento ver la luz que desprende la lámpara de la mesita, y decido que mañana les daré forma de punta de lanza, o de un estilete puntiagudo, o de un mortífero espolón. Bostezo. Bostezo con tanta fuerza y ansiedad que me cruje la mandíbula al abrir la boca. Una amarga sensación me sube hasta el oído, aunque satisfactoriamente el dolor me despeja la mente. Opto por adelantarme al mal, a darle la espalda intentando correr más que él. Pensándolo negativamente creería que huyo, pero si he decidido huir de él no puedo ser tan nefasto. Alzo precipitadamente mi cuerpo de la cama y bordeando la misma comienzo a pasear por la habitación. Obsesivamente y a propósito me detengo en detalles que hasta ahora, después de tantos años pernoctando en este habitáculo nunca me había percatado de su propia existencia. Me detengo junto a la pared, delante de una enorme fotografía de mi antigua persona, cuando en mi ignorante y feliz infancia tome la comunión cristiana. ¿Pareces feliz o es que en tu vocabulario aún no existía una palabra llamada preocupación? Acerco la vista lentamente hacia el cuadro, y como ya dije, me detengo en detalles inexistentes para cualquier persona capaz de dormir dos horas al día. Pero, uff... hay pinceladas de mi vida que golpean con fuerza en mi mente, y que incapacitan mi derecho a poder sacarlos a la luz. Suelo llamar a estos momentos arrepentimientos y mala conciencia.
 Nunca me ha parecido buena idea este cuadro, realmente ningún cuadro en el que aparezca mi faz ha sido buena idea. La juventud fue tan hermosa como ignorante, tan nostálgica como rauda, tan horrorosa como añorada. Con gran esfuerzo logro apartar mis ojos de los míos, evito mirarme a mí mismo, que precisamente no dejo de mirarme. Cuando por última vez ví aquel cuadro creí notar en alguna parte de mi mente que yo mismo me reía de mí mismo. ¡Sabes, yo duermo más de ocho horas al día!, Así que no me llames ignorante... No dormir a lo largo del día trastoca generalmente el devenir de cualquier persona, la existencia se vuelve insoportable. Continuo el recorrido, vagabundeando a altas horas de la madrugada, con la moral si cabe todavía más baja después de mi espantoso encuentro con mi preciosa juventud. Parece que la depresión rebosa ya definitivamente mi cuerpo. Las paredes cobran vida, acechando mi inestabilidad, huyendo después. Las gotas de pintura parecen escurrir hacia el suelo. Mientras caen van formando espesas caras de satisfacción y menosprecio. Me detengo delante de una que me es familiar. Abre los ojos lentamente y cuando repara en mi presencia, comienza a bostezar de forma tan ostensible, que segundos después es engullida por sí misma. Grito de pánico, pero no escucho nada. Nadie quiere saber nada de mí. Ni yo mismo. Después de rozar durante varias vueltas mis dedos por la pared, cansado, acudo a una de mis pocas ayudas para soportar cualquier adversidad, la nicotina. Después de encenderme el cigarro acudo raudo a la ventana, y observo. Simplemente eso, observo la oscura sombra, escucho el leve viento de la noche, y fumo, aspiro profundamente hasta que arden mis pulmones, quemados por el fuego de la desesperanza. Y obra el milagro, un cosquilleo recorre mi espalda al sentir, y esto es objetivo, como mis ennegrecidos y henchidos párpados caen lentamente. Dichoso por profesar de nuevo en lo que el cansancio desemboca, continúo de pie apoyados los codos en la repisa de la ventana, apurando aquel pitillo que nunca debería haberse consumido para volver a encenderlo, si aquel monstruoso ser que me impedía dormir volviera a hacer acto de presencia. Necesito aprovechar aquel momento como si de los últimos segundos de mi vida se trataran, como si realmente aquel desvanecimiento que podía apreciar fuese realmente mi eterno descanso. Con los ojos casi cerrados y a tientas dirijo mi ahora afligido cuerpo hacia la cama, eso sí, tan lánguidamente obro para no despertar al propio insomnio, que aparentemente el único que se ha movido ha sido el pensamiento. Pesadamente reposo en la cama, lentamente y en silencio estiro mis extremidades y músculos, y en silencio ahora respiro... Que gran contrariedad, que enorme desgracia, que injusta realidad comprobar que el peor sitio para combatir a este pavoroso enemigo es el único en el cual se le podría plantar batalla. Bienvenida la ignorancia que creará la felicidad.
Eduardo 2