Mi nombre es Edmundo Cortés y soy escritor, aunque ninguna de las dos cosas es cierta. He publicado cinco libros, aunque no he escrito ninguno de ellos, ni siquiera los he leído ni tengo el más mínimo interés en hacerlo. La respuesta a este galimatías es sencilla: el amor. Mi verdadero nombre es Eloy de la Sagra, millonario de nacimiento y sin otra profesión conocida ni requerida. El origen de todos mis desvelos se sitúa en una mañana de hace unos meses en que desperté en mi cama entre tres mujeres esculturales, a cada cual más hermosa, tras una noche de lujuria, a pesar de lo cual sentía un hondo vacío en mi interior. Tras despertarlas y hacerles de nuevo el amor sin intercambiar ni una frase de más de tres palabras, confirmé mis temores: aquella vida que llevaba no me satisfacía y estaba matándome por dentro. Decidí tomar cartas en el asunto. Necesitaba encontrar una mujer que me aportara algo más que sexo y con la que pudiera hablar de cualquier cosa, vestida o desnuda y a la que yo le atrajese por mí mismo y no por mi dinero. Analicé cómo era yo y tras un largo rato llegué a la conclusión de que ninguna mujer se interesaría por nada de mí que no fueses mi dinero, así que decidí dar de alta un perfil falso en facebook. Me inventé el nombre, Edmundo Cortés, por sí solo ya me parecía interesante. A continuación pensé en una profesión que disuadiera a cualquier caza fortunas: escritor. Además siempre desee vestir una chaqueta de tweed, aunque solo fuese para saber lo que era. Fui a una sastrería, me compré una y me hice unas fotos medio en penumbra y mirando al vacío, como si pensara en algo, completando la escena con unas gafas negras de pasta. Lo colgué todo y empecé a unirme a diversos grupos literarios. Al día siguiente comprobé que mi idea había funcionado. En mi cuenta se acumulaban las solicitudes de amistad. Fui aceptando una tras otra hasta que una brilló por encima de las demás: Palmira O´Connor. Una fotografía en blanco y negro mostraba a una muchacha de mirada penetrante a través de unas gafas negras de pasta. No era ni guapa ni fea, sólo era ella. Estuve mirando más de una hora la fotografía, discerniendo si era una sombra o era pelusilla lo que tenía sobre el labio, hasta que me convencí: no podía aguantar más. Tenía que conocerla, ella era lo que estaba buscando. Le mandé un mensaje y empezamos a chatear. Me dijo que era una estudiante de lengua española, apasionada de los libros. Necesitaba impresionarla, así que a su pregunta de si había publicado algo contesté que sí. Replicó que no me conocía y se interesó por dónde conseguir un libro mío. Salí del paso diciendo que estaba a punto de ponerse a la venta. Seguimos chateando varios días, no quise forzarla a conocernos en persona ni le pedí el número de teléfono. No quería que pensará que solo buscaba en ella un rato de placer, porque no era así. Día a día aquella mujer me atraía más y más, hasta el punto de que dejó de importarme si sería sombra o pelusa. Ella insistía en mi libro, así que necesitaba hacer algo. Me apunté a un taller de escritura. Al quinto ejercicio el tutor me insultó y me animó a abandonar. Pero yo necesitaba convencer a Pamela de que mi nueva e irreal identidad no lo era. Consultando en un foro de internet, charlesdickens0069 me recomendó que contratara a un negro para que escribiera por mí. No lo vi muy claro, pero obedecí y salí a la calle y en la entrada de un supermercado hablé con uno que quería venderme un periódico. El resultado fue excelente, se trataba de un senegalés doctorado en literatura española que había llegado en patera. En menos de un mes me entregó dos manuscritos. Con mi dinero no fue difícil publicarlos. Se los mandé a Palmira, que se mostró muy emocionada. Sorprendentemente fueron un éxito de crítica, aunque no vendieron mucho. Palmira se mostró encantada. Era el momento de dar un paso más. Le pedí el teléfono, pero se negó aduciendo que no tenía, que vivía metida en sus estudios y no quería distracciones. Era difícil de creer, pero entre esa gente tan rara todo era posible. Nuestras conversaciones cibernéticas me enamoraban más y más de ella, pero no conseguía avanzar en nuestra relación, así que le encargué otros tres libros más al negro, que publiqué y le mandé. Pero ella seguía negándose a otra relación distinta a la que teníamos. Desesperado, decidí sincerarme y le escribí confesando que la amaba y que quería pasarme la vida hablando con ella y necesitaba oír su voz y estrecharla entre mis brazos. Después de un día de silencio me llegó el siguiente mensaje: “Querido Edmundo: Realmente eres un hombre extraordinario y seguramente un escritor magnífico, pero he de confesarte que te he mentido: no he leído ni uno de tus libros. A brí el primero pero la primera página me pareció un tostón y lo dejé. También te he mentido en más cosas. Mi nombre no es Palmira O´Connor ni estudio lengua española. Me llamo, Catalina Suárez y soy modelo. Este mundo está muy mal y tan solo buscaba a alguien famoso con dinero para promocionarme. Mi agente me ha dicho -de muy malas maneras, por cierto- que los escritores no tenéis ni un céntimo y a menos que seas Dam Brown, que deje de hacer el gili. Siento haberte engañado, porque me pareces un tío estupendo y aunque sé que no lo merezco, espero que algún día puedas perdonarme. Cata.” Le contesté confesando todo, que no había escrito un libro en mi vida, que contraté a otro para que lo hiciera, que era multimillonario y podría promocionarse todo lo que quisiera conmigo. Pero no me creyó. El que si se lo creyó fue el juez que dilucidó la demanda del senegalés por la autoría de sus libros y que me condenó a pagarle una millonada por estafa, suplantación de personalidad y contratación irregular. He perdido mi fortuna, y con ella a las mujeres que buscaban mi dinero. He perdido mi fama de escritor y con ella a todas las mujeres que buscaban mi personalidad. Pero lo que más me duele de todo es que nunca conoceré a esa mujer de gafas de pasta negra, mirada penetrante y ese lo que fuera sobre el labio.
Jorge Moreno