Era muy temprano cuando pidió salir a la terraza. Era todavía más temprano que otros días y subió
con prisa, dejando de lado algunos pequeños achaques detectados. El aire todavía estaba claro, todavía limpio de humanos que con el correr de las horas, se irían apoderando de todos los caminos y del paisaje. La estrella de la mañana le hizo un guiño y el perro parpadeó un momento: era como si los otros le saludaran desde allá arriba. Se sentó sobre sus cuartos traseros, los orificios nasales se dilataron y la negra nariz cobró brillo. Sí, ahí estaba: olía a Fin de Año.
Como todos los años desde que vivía en esa casa, realizó el ritual que todos los perros de este mundo realizan poco antes de la Nochevieja. No era exactamente un acto de contrición, porque los perros están más allá de esas complicaciones morales humanas sobre el bien y el mal. Más bien era una especie de sentarse aquí y ahora para saber qué había dejado el año moribundo y qué esperar del que iniciaba. Para muchos por desgracia era negativo, lleno de cargas pesadas infligidas por la gente, por aquellos que toman y quitan, por aquellos que no comparten esta Tierra y de a poco y de a mucho, la erosionan y envenenan de diversas formas, algunas visibles y palpables y otras con sus actos.
El perro miró a la lejanía, ahí donde en el infinito se fundía con el horizonte y con los volcanes eternos. Vinieron los recuerdos de los buenos momentos, de los instantes cotidianos que suelen ser los mejores, del recibir el alimento diario y no tener que buscarlo, como en otros tiempos de penuria, hasta que las patas se arrastraban de cansancio. Era agradecer el despertar y ver el rostro amado del amo, de esperarlo día con día con ansiedad y emoción, sin importar mucho su estado de ánimo. Pensó en los compañeros que había perdido ese año, los mejores del mundo y cómo había tenido que dejarlos ir porque los animales saben bien cuándo es tiempo de dejarlo todo y cuándo es deber seguir en este plano. Aprendió también a aceptar a los que se incorporaron al clan, cosa que no le resultó fácil porque son animales que tienen otro tamaño, un olor diferente y traen consigo sus propias historias. Pensó también en los paseos, en las botellas de plástico y en los bocadillos a hurtadillas, en las travesuras y en los regaños. Todo eso contenido en ese gran saco del año que terminaba.
Miró hacia la calle y vio a aquellos que todavía tenían que valérselas solos, guiados solamente por su instinto y sin alguien que les permitiese ser parte de esa unicidad de la que formamos parte los seres vivos. Si tan solo alguno de esos humanos perdidos pudiera ver que lo único que necesitan es un amigo a prueba de todo y que ese amigo camina también extraviado, pero de otra manera, en las calles y aceras…
Sopló el viento y se hizo la mañana, teñida de un tímido rosa pálido que se convirtió en un naranja furioso que finalmente, parió al sol de todos los días. El último día inició sin prisa, incluso con cierta pereza cuando algunos jirones de nubes amenazaron con ocultar al sol. El sol avanzó y las dejó atrás, para iluminar este último día que quizá sería el último para muchos habitantes de ese mundo azul. El perro no se sintió insignificante, sino parte de un todo. Sabía cuál era su lugar y este era importante. Abrazó al año que partía, lamió su nariz y movió la cola. El año por iniciar sería magnífico, aunque dependiera de los humanos. Quizá algún día lo entenderían.
Mayra Cabrera